viernes, 11 de marzo de 2022

El eco de la tormenta, de Carlos Fajardo

 


Comparto el texto que leí el 11 de marzo de 2022, en la presentación del libro El eco de la tormenta, de Carlos Fajardo Fajardo:


Nuestra muerte sin cuerpo

 

Jamás tantos muertos

rondaron la casa de los vivos,

jamás tantos vivos

habitaron la casa de los muertos.

 

Nicolás Suescún

 

Quizás una vida no sea suficiente para aprender la muerte y se requiera morir dos o más veces para reconocer que equivocamos el camino, al menos, es lo primero que alcanzo a percibir en las coordenadas que traza el poemario El eco de la tormenta, de Carlos Fajardo Fajardo, el cual lo asemejo a un gran lienzo en el que conviven el dolor, la impotencia y la vaporosa memoria. La crudeza de su atmósfera, advertida desde el título y reafirmada en el primer poema, fulge como una voz necesaria que enfrenta la prosaica realidad sin evasivas y autoengaños:

El salitre es nuestra barca,

rostros de arena

que se extinguen  

 

El primer trazo que brinda el poemario, perfila el despojo como un paraje íntimo enterrado en las cenizas. Los viajeros que han emprendido la ruta de la huida en esta tierra “donde habitan los muertos obligados a ser muertos”, se deslizan entre el escepticismo y la seguridad – paradoja necesaria –. Escépticos frente a la incesante tormenta y seguros de lo que atrás quedó, por eso, reiteradamente vuelven la mirada hacia lo ido (las canciones, el patio, los baúles, las cartas), lo que sostiene sus cuerpos detenidos en la agonía.

Una segunda pincelada describe la sombra de los desaparecidos, esa sombra que nos arropa desde hace tantos años y que nos ha legado la impotencia como certeza; aunque la impotencia de que nos habla el poeta no es una impotencia metafísica, sino aquella que inevitablemente surge cuando intentamos pensarnos como proyecto de nación y vemos que, sin excepción, todos hemos aplazado la tarea. Por ello, estos poemas hacen resonar, a manera de cantinela, lo arduo que ha sido el olvido y la quietud.

Ardua esta quietud,

el despojo de nuestro linaje

 

Quien ha vivido la desaparición y quienes esperan al desparecido, han corroborado lo que es morir dos veces y quizás unas cuantas más. Y lo más contundente de esta abyecta práctica es que lleva a vivir la muerte sin cuerpo. El nuevo linaje que surge es el de un cuerpo agujereado, más aún, un cuerpo sin órganos, pero en su versión antiproductiva – muy distante de la de Artaud –, sin potencia, en la quietud, en la fatiga. El cuerpo que transparenta el poemario está vulnerado por medio de perforaciones y picotazos.

Desde otro lugar del lienzo, un gesto me dice que a pesar de que nos queda el verano, la certeza es el destierro. Este sutil llamado evoca las transparentes voces campesinas que a menudo claman por la llegada del verano para poder recoger la cosecha, sin embargo, el verano que habita en estos poemas es demasiado seco, ardiente y desolado. Para los nuevos trashumantes en las ciudades de nadie, fue urgente la partida, el exilio, antes de que llegara el verano.  Y pese a que los días están contados, el exilio es tan largo, que hasta en el auspicioso mediodía sólo provoca aderezar el hastío.

Nuestros días están contados,

y cuando las manecillas del reloj

marcan el mediodía

cada uno limpia el hastío,

la impaciencia bajo los astros.

 

De a poco, el luto se impone como una constante. La herrumbre, la penumbra definen una nueva manera de estar – ¿Acaso vencidos? –. El candil de la memoria, en realidad, es lo único que queda, pero para nuestro infortunio, es “pavesa entre el ramaje”.

Un fragmento del paisaje quiere apostarle a una pausa, y para ello, el poeta-pintor vuelve a revivir la convicción del vínculo con la tierra, la del primer latido, donde brotó el primer encantamiento, donde todo fue gloria y el tiempo no se mostró tan apremiante. Fue aquel el instante del goce, del pequeño paraíso que todavía no se concebía efímero. Sin embargo, toda esta potencia vital se fue entretejiendo con silenciosas espinas, hasta conformar la casa de la herrumbre. Y con la misma intensidad que se vivió el tejer, se recibe ahora la nueva fuerza de los golpes, como la de los pájaros de Hitchcock o la de las aves del Estínfalo o la del águila que devoraba el hígado de Prometeo.

…y el amor y las flores

y mayo y abril

y marzo

son heridas año tras año,

golpes que retornan

como pájaros

No quiero cerrar esta breve aproximación al poemario de Carlos Fajardo dejando la sensación de que en él todos los cuerpos se encuentran vencidos, la presencia de esta voz, de esta apuesta por la poesía en medio de la herida colectiva, confronta esa idea de derrota, por eso me remito al poema Este olor a jardín, en el que resurge el verano como el lugar de la calma, el de la infancia abierta al misterio y al placer. Asimismo, la lluvia es la celebración del paisaje, de los lugares amigos, de los pájaros y su luz, de la infancia en la que no importa el exilio. Estas figuras recurrentes nos sitúan en un tiempo de la Idea y de la belleza, que fácilmente podría aproximarse a la reflexión socrática, básicamente en que es indestructible y no cambia. En medio de la desolación es vital volver la mirada hacia ese tiempo inmutable, aunque se haya entronizado y nos asalte la convicción de que todo está perdido.

Esta lluvia que huele a paisaje

evoca el invierno de nuestra casa,

el trasegar de pájaros

en la alacena de la infancia,

único exilio donde encontramos el reposo.

 

Omar Ardila, 2022



Cierro esta entrada con unos poemas de Carlos Fajardo Fajardo, los cuales hacen parte de El eco de la tormenta:


DESAPARECIDOS

Arduo ha sido nuestro olvido,

arduos los atardeceres con el trino de un imaginado pájaro.

Ardua nuestra muerte sin cuerpo,

nuestra desvanecida presencia,

este morir dos veces.


Arduo este mutismo en la cresta del aire,

este desprecio lejos de casa,

estas perforaciones en la piel,

los picotazos de las aves.


¿Cuántos sueños han sido abandonados?

¿Cuánta pasión?

¿Cuántos juegos de niño, cuánta fatiga?

¿Cuántos besos en la noche de bodas, cuánto sol de patio?


Ardua esta quietud, 

el despojo de nuestro linaje


NOS QUEDA EL VERANO

Nuestros días están contados

y cuando las manecillas del reloj

marcan el mediodía 

cada uno limpia su hastío,

la impaciencia bajo los astros.


Nos queda el verano, 

también el destierro,

hundir los pies en extrañas ciudades

entre voces de indeseados huéspedes


AÑO TRAS AÑO

Aquí nacimos,

en este aire de ciudad primitiva

donde cualquier esfuerzo se paga con delirio,

donde las mujeres y el río

y aquel primer beso

y las canciones

y la luz

y las palabras

y el amor y las flores

y mayo y abril

y marzo

son heridas año tras año,

golpes que retornan 

como pájaros


ESTE OLOR A JARDÍN

Este olor a jardín

nos recuerda el verano de la casa,

sus fiestas y jolgorios,

al lagarto en su escondite de aljibe,

al árbol solar,

su misteriosa luz,

reinos donde el placer se hizo posible.


Esta lluvia que huele a paisaje

evoca el invierno de nuestra casa,

el trasegar de pájaros

en la alacena de la infancia,

único exilio donde encontramos el reposo



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