domingo, 16 de marzo de 2025

La balada. Educación sentimental de una época

 


A continuación comparto el texto que leí en la presentación del libro, La balada. Educación sentimental de una época, del poeta y ensayista Carlos Fajardo Fajardo.


Canciones y poemas del alma

 

Amores igual que canciones
Dolores igual que sonatas
Todos flotan en el aire
Y son poemas del alma

Manolo Galván

 

La balada como forma artística tuvo su apogeo al final de la Edad Media europea en ámbitos cortesanos y, de entrada, estaba emparentada con la poesía, pues tenía como componentes básicos la brevedad, lo narrativo, las rimas cruzadas, así como también la reiteración de un estribillo (básicamente un verso) cada tres estrofas. Además, estaba destinada para ser cantada siguiendo una estructura polifónica con una voz principal y una o dos secundarias, aunque estas también podían ser instrumentales.

Esta forma de expresión lírico-musical tendría luego, en el romanticismo, una adaptación por parte de compositores clásicos como Chopin, Brahms o Liszt, en obras para piano y orquesta. El esquema y la inspiración tenían mucho que ver con la que había surgido previamente en las cortes francesas e italianas.

Ya entrado el siglo XX, la balada se aproximó a los entornos populares, constituyendo lo que se ha llamado como balada romántica, una forma musical corta, con ritmos suaves y lentos, cuyos temas se concentran en amores, desamores, despedidas, reconciliaciones o nostalgias. En palabras del etnomusicólogo Daniel Party, la balada es “una canción de amor de tempo lento, interpretada por un cantante solista generalmente acompañado de una orquesta”.

Un primer antecedente se pude ubicar en los Estados Unidos de Norte América, en las creaciones de ciertos inmigrantes europeos que llegaron con posterioridad a la I Guerra Mundial, quienes traían arraigadas las formas clásicas y empezaron a integrarse con los ritmos que encontraban en el nuevo territorio, donde la nostalgia era manifiesta en medio de los hombres y mujeres esclavizados que habían llegado de África. La tonalidad suave y las letras amorosas fueron perfilando el corpus central del fenómeno que luego se extendería al resto de Latinoamérica.

Hacia 1960, países como México, España o Italia recibieron el influjo de esas baladas que una década atrás habían empezado a acompañar los electrizantes sonidos del rock and roll estadounidense, en los que el componente sinfónico había sido tomado de la balada, dándole cierta línea melódica, suave y acogedora. Las canciones de Elvis Presley, Paul Anka o Neil Sedaka fueron traducidas y adaptadas al sentimiento latino, con lo que se dio inicio a todo un movimiento de afectos y complicidades, que se extendió al resto de los países de América y a algunos de Europa y Asia.

En este punto arranca el libro de Carlos Fajardo Fajardo, La balada educación sentimental de una época, cuando esta música estremecedora irrumpe en la cotidianidad de un barrio de casas blancas y aviva el espíritu de los adolescentes que son presa fácil de los flujos del deseo. El autor nos hace partícipes de ese asombro que lo envuelve, de ese misterio que poco a poco se va desnudando y lo pone de cara a las peripecias amatorias, a la fuerza de la amistad y a los sueños de un mañana en que sea posible vivir en libertad.

El investigador Jesús Martín-Barbero al pensar la balada habla de una “integración sentimental latinoamericana”, y esto es precisamente lo que Carlos Fajardo logra desentrañar y transmitir por medio del recorrido que propone, el cual va desde la experiencia subjetiva hasta los entrecruzamientos que forjan una época en la que los cantores y cantoras de baladas, definen una experiencia musical que alcanza a estructurar un sentir común de las generaciones de posguerra, que le apostaban a otras maneras de vivencia de los afectos.

Con la certeza de que un breve poema, tal como lo ha advertido Gastón Bachelard, “debe dar una visión del universo y el secreto de un alma, un ser y unos objetos, todo al mismo tiempo”, Carlos establece un vínculo con la balada romántica y nos propone dos instantes reflexivos en la conformación del libro: el primero está tejido por las vivencias que a él y a su generación los interrogaban desde los flujos que aquella música iba esbozando. Sugestivos títulos, como Suramérica: “¡Ay país, país, país!” o Colombia: “Este viento amor”, destilan lo poético que hay detrás de esas composiciones para entregarnos un trago ensoñador, poderoso y provocador. El segundo instante es un reconocimiento a esos autores y autoras que hicieron de la música su camino y su morada, así como también a los festivales que permitieron el lucimiento de los intérpretes y el gesto solidario del compartir latinoamericano en torno de una música que a la vez era un llamado al despertar de otras sensibilidades.

Finalmente, con la expresión de gratitud y celebración por esta nueva publicación de Carlos Fajardo, vuelvo al estribillo de Manolo Galván, “el mundo es un pobre poema que solo recita el alma” y lo enfrento al espejo de Jung en el que se concibe el alma “como lo vivo en el hombre”, para que sea la paradoja la que nos permita atisbar desde el faro del tiempo, de qué intensidad fue el influjo que aquellas canciones y poemas del alma nos trajeron en nuestros años mozos y cómo hoy podemos verlas con una perspectiva nostálgica o vital.

 

Omar Ardila, 2025  



jueves, 5 de diciembre de 2024

Porque es posible trasgredir, es posible vivir

 


Yo mantengo muy alta la confianza

de un porvenir muy libre y muy hermoso

Biófilo Panclasta

 

Como un espectro que cada cierto tiempo aparece[1] para acompañar diversas luchas en este convulso país, la voz de Biófilo Panclasta vuelve a estar presente en la narrativa que en buena hora nos trae La Robada, ópera prima de Mario Toro Puerta. En esta sorprendente novela, Kiko, Panfilio y Eva Panclasta, tres nietos del anarquista colombiano, nos hacen partícipes de las vivencias en un sector popular de la gran capital del Magdalena Medio, nombrada en esta ficción como La Robada, por donde su abuelo “amante de la vida”, trasegara en las primeras décadas del siglo XX, llevando las ideas de libertad y revolución como su estandarte.

La historia, que podríamos ubicar en los años ochenta y noventa del pasado siglo, nos remite a una ciudad colombiana que es puerto sobre el río Magdalena, en la que desde hace años se ha instalado una gran empresa dedicada a la explotación del “betún negro”. A este enclave económico y político han llegado habitantes de las distintas regiones colombianas, gran parte de ellos desplazados de sus territorios por diversos tipos de violencia, y se han ido asentando en lugares periféricos, separados por un puente que no solo demarca una frontera geográfica, sino también cultural y social. Para construirse su espacio de subsistencia, las diversas familias han tenido que robarle al entorno toda posibilidad, lícita o ilícita, que les permita instalarse con sus miedos, sueños, aperturas y olvidos. Más adelante, van a tener que ver y padecer el discurrir permanente de los libertarios, los revolucionarios, los autodefensores y los politiqueros de turno, quienes luchan por apropiarse de los mercados de la gasolina, la coca, las armas, y por imponer sus ideologías emancipatorias o retardatarias. Las desapariciones, muertes, señalamientos, allanamientos o intimidaciones, empezaran a ser parte de la cotidianidad, y el ambiente de zozobra va escalando hasta llegar a la desesperación que solo deja en la huida la última esperanza. 

Mario Toro nos propone una narrativa enlazada por medio de olores que, más allá de la sensación física, adquieren un componente simbólico, múltiple y por momentos poético. Además, se presenta como trascriptor de un testamento dejado por Iluminada, la madre de los Panclasta y luego deja la narración en la voz de Kiko, el hijo mayor, quien es el que le relata sus vivencias, ya siendo un hombre maduro, tras dedicar varios años a la lectura y la reflexión. Es como si la autoría quisiera dejársela a aquellos que, con sus vidas atravesadas por el despojo, han luchado por reivindicar su existencia y de paso confrontar los discursos que los señalan como excluidos. Es importante saber que esta novela surgió de la tesis que Mario Toro elaboró para optar por el doctorado en Antropología Social, en la que presentó una elaboración discursiva que toma distancia de las ideas hegemónicas en torno a la exclusión, con las que se trata de negar la presencia de individuos que en medio de la precariedad y con sus prácticas al margen de la oficialidad, le generan fisuras al sistema global del capital.

Un espíritu de transgresión acompaña esta novela, como si la faceta destructora de todo, que pregonara el abuelo anarquista, se hubiera encarnado en las prácticas cotidianas de los habitantes de La Robada y por supuesto, en sus nietos, que han aprendido a hacerle el quiebre a cuanta dificultad se les presenta. No hay en ello una postura moralizante, enjuiciadora, por el contrario, los personajes son construidos con autonomía y coherencia, así recurran a cuanto recurso encuentren para satisfacer sus deseos. Incluso, los “hermanitos de la paz”, desde su experiencia de vida religiosa y comunitaria, logran insertarse en esas mismas dinámicas con cierta complicidad e insistiendo en la importancia de resolver los problemas desde adentro, desde las propias realidades barriales.

Hay un giño especial de amor a los libros por medio de un personaje reciclador que empieza a armar una biblioteca en el barrio, proyecto en el que lo secunda Kiko cuando aquel cae abatido en una de las redadas de los autodefensores. En un tono de celebración por el alumbramiento de esta novela de Mario Toro, cierro esta nota citando un fragmento en el que se hace referencia al inusual proyecto de la biblioteca popular:

Llegó el día y la hora de la reunión, que se hizo en la calle, los invitados sobre el andén, y nosotros, los del sector, en la calle. Ese día solo faltó el militar oficial que se excusó, aunque parece ser que vino, pero de lejitos. Cuando estábamos en lo más intenso del encuentro, uno de los líderes cambió de un momento a otro el tema, preguntando por los planos de una biblioteca que teníamos en mente para el sector; no era parte de la agenda; los que estaban sobre el andén ya tenían puesta la mirada en el pelotón militar que pasaba a lo lejos, y sus guardaespaldas también ya tenían el dedo en los gatillos, por si algo; pero nosotros, que estábamos de espaldas al pelotón, aunque no lo vimos sí lo entendimos. Vivir como vivíamos nos agudizaba el sentido que capta los peligros. Mi padre, que solo aparecía cuando era para algo importante, no estaba tan lejos como yo pensaba, en ese instante agradeció a los presentes y, levantando la voz como para que lo escuchara el oficial del pelotón, el otro invitado que estaba maliciosamente a distancia, les dijo a todos:

“Armar la biblioteca solo será posible desde abajo. No podemos pretender levantar la sabiduría, que trae el equilibrio, contando tan solo con los intelectuales que están arriba y solo conocen la vida desde el escritorio. Esta biblioteca se arma entre todos y con el saber de todos. Con el saber práctico del que lucha para sobrevivir, del que ha sufrido en carne propia el dolor de la lucha, del que se las ingenia para satisfacer las necesidades de su existencia material y es lector asiduo del libro de la vida. Con el saber teórico, del que ha indagado en los libros de otros teóricos y está en capacidad de elaborar principios y estrategias que sirvan al ordenamiento de la sociedad. Y con el saber bélico, del que acude a las armas, para con ellas buscar destruir lo que hace daño al justo equilibrio de la sociedad. Es el diálogo de todos los saberes el que puede llevarnos al entendimiento; y ese diálogo debe comenzar aquí abajo, entre los que estamos sufriendo en el propio pellejo las consecuencias de la violencia, de la guerra, del desempleo, del despojo, de la deshonra”.

En ese momento mi padre recordó las notas del abuelo, de Biófilo Panclasta, que ya se le habían olvidado. No las expresó, pero, al pensarlas, sus palabras se llenaron de fuego y sus ojos de lágrimas.[2]  

 

 


Mario Toro Puerta es Licenciado en Filosofía y Teología de la Universidad de San Buenaventura en Bogotá, Magíster en Ciencias Sociales y Doctor en Antropología Social de la Universidad Católica de París. La Robada es su primer novela, publicada por Nous Books en el 2024.


  



[1] En efecto, la figura de Biófilo Panclasta ha estado presente en diversas novelas colombianas, entre ellas tengo referenciadas las siguientes: Sangre y petróleo, de Gonzalo Buenahora (1982), La ficción del monje, de Francisco Montaña (2012), Amantes y destructores. Una historia del anarquismo, de Gustavo Forero (2019). Asimismo, aparece en la tesis de maestría Alucinaciones de mis memorias imposibles: biografía ficcionada de Biófilo Panclasta, de Silvio Geovanny Tibaduiza (2018).

[2] Toro Puerta, Mario. La Robada. Nous Books. Colombia, 2024. Págs. 179-181


viernes, 15 de noviembre de 2024

Quid, de Andrés Pinzón


Con regocijo celebro la aparición del libro Quid, del autor colombiano Andrés Pinzón, recientemente publicado por Man in the box. A continuación les comparto el Exordio que escribí para el mismo. 


Exordio

 

Pese a la unanimidad de pensamiento que campea fortalecido como dogma, aún es posible hacer un alto en el camino – asumiendo el riesgo de existir como ausencia – para preguntarse por el qué de ese pensamiento asfixiante y excluyente. Si aceptamos que detrás del ejercicio de pensar hay algo que se quiere develar, aquello que por incómodo ha estado oculto, pero hace parte de un pasado común de la humanidad, es necesario insistir en descorrer ese velo y contrarrestar la comodidad de la actual “sociedad alienada” y conforme con sus planes individuales de obtener éxito – lo que se ha reducido a conseguir dinero – es decir, el triunfo del capital. El ensayo de Andrés Pinzón opta por esta segunda vía y desde una línea herética se pregunta por ese qué (quid), que fundamenta los discursos de la modernidad a través de los cuales se ocultan o tergiversan antiguas prácticas de pensamiento. Su experiencia consiste en detenerse en textos y autores para entregarnos nuevos sentidos y trazar otras cartografías de lectura e interpretación.

Según Pinzón, filosofía y ciencia – especialmente la matemática – son el fundamento del discurso de la modernidad, el cual arranca a partir del ejercicio de pensamiento que realiza Descartes, y con el que la nueva clase beneficiaria es la burguesía. Al construir un camino por medio de su propio método para llegar a la verdad, el autor francés establece una variación respecto de la antigua búsqueda socrática cimentada en la virtud, pues pasa a la pragmática del burgués para quien lo que le interesa es apoderarse de la verdad y con ello, definir una nueva realidad basada en el consumo al extremo. Previamente, Descartes ha exaltado sus propias tres virtudes para acceder a la verdad anhelada: moderación, constancia y sacrificio; éstas encuadrarían perfectamente en la construcción del nuevo ethos capitalista. En la lectura de Andrés Pinzón se plantea que “la sabiduría como mostración del pensar diferente a la filosofía, permite que el pensamiento se muestre al ser humano enmarañado y difuso”, con este planteamiento, permite distanciarse de entender la remarcada sentencia “pienso luego existo” como una condición ontológica de la existencia, pues en Descartes lo ontológico se reduce a la inmediatez del pensamiento como constitución del ser.

Al confrontar los planteamientos de Descartes, Pinzón corrobora que aquél ha dejado por fuera el mundo-materia-cuerpo, es decir, ha creado una escisión ontológica, gnoseológica y axiológica entre el alma y el cuerpo, de donde derivan ciertos problemas muy importantes, pero no voy a ahondar en ellos porque el autor sintetiza de una manera contundente sus argumentos y es parte de la novedad que en este libro nos aguarda. Por ahora sólo quiero señalar algunos movimientos del pensar – pues estoy convencido que el llamado que Quid nos hace es a recuperar o experimentar por vez primera la alegría de pensar, la potencia dionisiaca de habitar la fiesta del pensamiento – que constituyen la columna vertebral del libro: por un lado, propone que el racionalismo metódico de Descartes es el que fundamenta el capitalismo y con él, la perdida de sentido de la vida auténtica, en tanto que lo que se pone en juego es la ganancia como valor supremo y no la existencia del ser humano en su dimensión temporal, como ser-para-la-muerte, con lo que lo único que queda es buscar la existencia para la eternidad, por medio de la redención y posterior salvación. Es decir, el hombre escindido tiene que buscar lo que cree perdido para hallar el supuesto sentido trascendente. De cierta manera, el autor concluye que el discurso de Descartes no funda una forma nueva de pensar llamada “modernidad”, sino que fundamenta un accionar sistemático de una clase social que surge como vanguardia en una época de transformaciones históricas. Y a la vez que fundamenta el capitalismo, también lo hace con la democracia, una democracia que vendrá a sustentar el accionar de los “buenos” y que permitirá que en nombre de ella se emprendan guerras y genocidios para salvar al mundo de los “malos” – ¡Vaya lógica tan pueril como siniestra! –.  Es importante señalar en este punto que Pinzón también retoma a Marx y hace notar que la relación de la realidad con la conciencia ha dejado en el sentir moderno la necesidad de encontrarle objetividad a sus pensamientos, tal como se presume que lo hace la ciencia. Por tal motivo, insiste en palabras que por medio de Marx recobran su potencial para hacerse conceptos (construir sentidos): libertad, fetichismo, alienación, aunque el interés del capitalismo y la democracia que lo avala – con su falso discurso de la equidad social – ha sido el de convertirlas en pasadas de moda.

El libro continúa enlazando conceptos, de tal manera que el círculo abierto desde las primeras afirmaciones tienda a cerrarse (o mejor, a vivir como eternidad), dándole unidad y secuencialidad. De esta manera, se ocupa del pensar, al que entiende como un movimiento que se presenta como conmoción. Este movimiento involucra el ánimo y el cuerpo de una manera violenta. Es una experiencia que requiere temple para mirar y dejarse mirar, para auscultar el vértigo de la cosa y desaparecer con o en ella. Pero como pensar supone llegar a la comprensión, se requiere tomar distancia para lograrlo, y desde ese afuera (que no implica desligarse) ver el nuevo movimiento del desaparecer para que surja la comprensión. El quid aquí es que la cosa es el propio ser y el ejercicio de interpretación involucra una transformación del mismo.

Seguidamente, el autor nos entrega su reflexión acerca de la comprensión y la interpretación, dos movimientos que suceden juntos aunque son distintos. Comprender es algo ya dado en la existencia, de manera espontánea. Interpretar es la disposición para que ese comprender se realice, disposición de quien comprende y de lo que se comprende. A partir de esta aclaración, se puede volver sobre el pensar y corroborar que es una sensibilidad que nos toca, que nos atañe porque previamente nos ha incomodado, y que en el ejercicio del pensar se entrecruzan la comprensión y la interpretación. Un destacado aporte de Andrés Pinzón – con el que empieza a tomar distancia y nos prepara para el próximo fragmento – es que identifica cómo Nietzsche no hizo la distinción entre comprender e interpretar, mientras que para él si es muy importante y la realiza a partir de la etimología y luego, poblándola de nuevos sentidos. Es necesario tomar distancia para contrarrestar el problema de la claridad cuando se conoce tan a profundidad un autor – y en efecto, Pinzón lo hace con dos de sus autores de cabecera: Nietzsche y Heidegger –. Tanta claridad enceguece, abruma. La distancia permite apreciar ciertas formas, ciertas circunvoluciones de la cosa para que la experiencia de la comprensión, de la disposición para ello, se dé, para que el pensamiento surja. De la distorsión de la claridad es que puede aparecer el pensamiento. Tomar distancia implica una perspectiva y un estilo y sobre ello continúa el ejercicio de pensamiento en el libro. De la mano de Proust, el autor insiste en el estilo, dado que la cuestión del pensamiento es un problema de “perspectiva, de sensibilidad, de estados de ánimo”, como en efecto sucede en los dos primero tomos de En busca del tiempo perdido y también en Quid.

En el cierre del libro hay unos apéndices que por un lado fortalecen y amplían la experiencia de pensamiento que ha realizado el autor y por el otro le rinde tributo a algunos autores que no han dejado de serle relevantes en su andar filosófico. El círculo en Heidegger y el sí a la vida como valor supremo en Nietzsche, más el enigma del eterno retorno – que silencia al intempestivo y lo ratifica en su calidad de sabio, que lo vivencia preso de la conmoción y por lo tanto nada tiene que explicar –. La opción por lo no lógico, lo no metódico, lo no sistémico en el ensayo de Andrés Pinzón, traza una línea de afectos con el círculo como anillo de eternidad que lo contiene y lo rebasa, en tanto se identifica con la afirmación del loco, del Áyax vencido, perdedor, decadente, pero para el mundo productivo del capital-democracia.

Termino esta aproximación reiterando que el pensar de este libro no es metodológico ni moral. Desarrolla un encadenamiento para deslindar lo que realmente concierne al pensar, de una idea brota otra que trae novedad y a la vez enlaza lo anterior. El fragmento es a la vez totalidad y parte. Su libertad está dada por la capacidad de enlazar, mientras que su autonomía le permite establecer relaciones temporales con otros fragmentos y de esta forma se percibe el mundo como multiplicidad. En fin, Quid pone de cabeza un buen número de conceptos que han sido entronizados y promulgados como verdad irrebatible en la modernidad. De ello vamos a ser testigos en las siguientes páginas, gracias a la voz impetuosa de Andrés Pinzón, que en buen momento brota con suficientes arrestos y claridad para conmocionar la estática producción ensayística colombiana.  

Omar Ardila


A continuación les dejo los datos de Andrés Pinzón:


jueves, 31 de octubre de 2024

A los 100 años del asesinato de Reynaldo Matiz

 

Imagen de Reynaldo Matiz

El 1 de noviembre de 1924, Arcadio Perdomo, hijo de Ricardo Perdomo, cumplió sin objeciones el mandato de su progenitor: “Arcadio, tome esta pistola y vaya y mate a Reynaldo Matiz; si no lo hace, yo lo mato a usted”. El motivo de tan miserable orden fue el comentario que Matiz hiciera en el periódico “Renacimiento”, criticando el accionar de “Los Limpios” a quienes atribuía el pago de mercenarios de la pluma para enlodar honras ajenas. Con su gesto irreflexivo y cómplice, Arcadio Perdomo cegaba la vida de uno de los personajes más destacados a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en el departamento del Huila, quien no solo tuvo una vida de leyenda, sino que tomó en serio la apuesta por idear y gestar un mundo en el que tuvieran participación las gentes más desfavorecidas y se generaran fracturas a las anquilosadas prácticas de la política servil a los caudillos y gamonales.  

El alcance reflexivo de Reynaldo Matiz lo podemos entrever en estos fragmentos que a continuación comparto, en los que hay una propuesta para pensar las nuevas corrientes socialistas que poblaban el mundo en la segunda década del siglo XX, desde una perspectiva criolla, regional, en un país donde la renovación de las ideas políticas era asumida como una herejía.  

 

SOCIALISMO CRIOLLO[1]

 

En las bajas capas sociales se inicia un rumor que puede llegar a ser grito aterrador.

Allí donde la ascensión social no es posible, la violencia de la protesta sí lo es.

La conciencia del proletariado se dilata.

Las clases dirigentes deben salir al encuentro de la solución del problema, en lugar de virar a bordo.

Descongestionar la mole para evitar la irrupción.

Abrir, en lugar de cerrar, el horizonte a las nuevas auroras.

(…)

Muy lejos estamos de la pretensión de historiar el socialismo y de condensar la esencia de su doctrina.

Está en pie el interrogante de las reivindicaciones de los obreros, que es uno de los tópicos – y acaso el principal – del socialismo.

Con la timidez que es de rigor al novato, rodearemos el asunto. No importa que profanas manos ayuden a abrir las puertas de las ciencias sociales.

(…)

Entendemos que el socialismo se propone, en principio, establecer una relativa comunidad de bienes, entregando al Estado los medios de trabajo y la facultad de organizar la producción y la distribución de los bienes.

No se puede asegurar que, exento de utopías, sea perfectamente realizable el programa.

Aún no se sabe en qué ha de parar el ejemplo práctico de lo que ha sucedido en Rusia, en cuya revolución parece que hayan tomado parte principal todos los elementos socialistas.

Es posible que “el porvenir de las sociedades futuras esté en el obrero”, pero también lo es que el socialismo llegue a ser: “la tiranía enmascarada; un cesarismo odioso, vestido de blusa”.

(…)

Está por averiguar si el Estado, en calidad de administrador general de las industrias, tendría mejores condiciones de humanidad como patrono y mayor tino en la dirección.

Es de proceder parejo, sujeto a normas fijas, y por consiguiente despótico.

Para la generosidad está imposibilitado, porque ella fácilmente se confundirá con el peculado.

Si el egoísmo y la usura son vicios en el individuo, en el Estado son pulcritud y firmeza.

Tiene brazos vigorosos para obrar, pero no tiene corazón.

Para él no hay clamor elocuente, ni gemido de dolor, enternecedor.

Comparado pues, con amos despóticos, resulta por igual al peor.

(…)

Nuestro socialismo es criollo, indeciso y vago.

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Imágenes tomadas de la circulación libre en la red.

[1] Publicado en el diario Transocean, 23 de junio de 1919.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

En este lugar de la noche, los malditos

 


Ahora, al cerrar la última Página de Los Malditos – novela de Víctor Bustamante publicada en 2017 – entiendo el acucioso impulso de Gustavo Zuluaga (El Hamaquero) para que le solicitara la novela a Víctor. En efecto, El Hamaco – como lo llama el autor en varias ocasiones – es el personaje que concentra el hilo narrativo de la novela. En torno de él discurren una serie de personajes que nos pintan los escarceos poéticos de una generación que desde los setenta y hasta la segunda década del siglo XXI, discurrieron por amplios escenarios de la Medellín que buscaba distanciarse del rosario y abrirse a los embates de la modernidad.

Con el acostumbrado tono de Bustamante, el de un voyeur impregnado de Sátiro con su punzante y ácida lengua, nos adentramos en la ciudad que se ha ido, que ha sido presa del rito fácil y de la muerte como una gambeta en una bullosa tarde. Esa ciudad que acompañó los sueños de un incrédulo que se sentaba a ver pasar las máscaras desde una hamaca en la Avenida La Playa, también impulsó proyectos editoriales, espacios para la lectura, festivales literarios, programas radiales, librerías abiertas y mucho, mucho fervor, así como también encuentros y desencuentros entre los variopintos personajes lanzados a un ring donde todos confrontaban con todos, salvo el narrador y el Hamaquero, pues entre ellos hay una complicidad de afectos y también de perspicacia.

En este lugar de la noche, esa imagen robada a José Manuel Arango por su más ferviente seguidor para nombrar a su librería, traspasa la metáfora y deviene metamorfosis para que la memoria se active y el poema vuelva a ser carne, cuerpo, exceso, despojo, lápida, o quizás, el festín de Acracia, la celebración de la vida plena de sinsentido, pero digna de porfía para seguir degustando el abismo, mientras el tiempo atesora junto a la muerte.

“Las heridas se cosen con las agujas del reloj”, es la máxima que Víctor pone en boca del Hamaquero, en su papel en blanco como el principiante zen; pero es también la sentencia que Bustamante va trazando con su poética irreverente, distante de los sanedrines y de los sacerdotes, y más próxima a los malditos que en su transitar de perdedores van arrancando las máscaras y taladrando los discursos que solo tienen la certeza de ser ceniza.