A continuación comparto el texto que leí en la presentación del libro, La balada. Educación sentimental de una época, del poeta y ensayista Carlos Fajardo Fajardo.
Canciones y poemas del alma
Amores igual que canciones
Dolores igual que sonatas
Todos flotan en el aire
Y son poemas del alma
Manolo Galván
La balada como forma artística
tuvo su apogeo al final de la Edad Media europea en ámbitos cortesanos y, de
entrada, estaba emparentada con la poesía, pues tenía como componentes básicos
la brevedad, lo narrativo, las rimas cruzadas, así como también la reiteración
de un estribillo (básicamente un verso) cada tres estrofas. Además, estaba
destinada para ser cantada siguiendo una estructura polifónica con una voz
principal y una o dos secundarias, aunque estas también podían ser
instrumentales.
Esta
forma de expresión lírico-musical tendría luego, en el romanticismo, una
adaptación por parte de compositores clásicos como Chopin, Brahms o Liszt, en
obras para piano y orquesta. El esquema y la inspiración tenían mucho que ver
con la que había surgido previamente en las cortes francesas e italianas.
Ya
entrado el siglo XX, la balada se aproximó a los entornos populares,
constituyendo lo que se ha llamado como balada romántica, una forma musical
corta, con ritmos suaves y lentos, cuyos temas se concentran en amores,
desamores, despedidas, reconciliaciones o nostalgias. En palabras del
etnomusicólogo Daniel Party, la balada es “una canción de amor de tempo lento,
interpretada por un cantante solista generalmente acompañado de una orquesta”.
Un
primer antecedente se pude ubicar en los Estados Unidos de Norte América, en
las creaciones de ciertos inmigrantes europeos que llegaron con posterioridad a
la I Guerra Mundial, quienes traían arraigadas las formas clásicas y empezaron
a integrarse con los ritmos que encontraban en el nuevo territorio, donde la
nostalgia era manifiesta en medio de los hombres y mujeres esclavizados que
habían llegado de África. La tonalidad suave y las letras amorosas fueron
perfilando el corpus central del fenómeno que luego se extendería al resto de
Latinoamérica.
Hacia
1960, países como México, España o Italia recibieron el influjo de esas baladas
que una década atrás habían empezado a acompañar los electrizantes sonidos del
rock and roll estadounidense, en los que el componente sinfónico había sido
tomado de la balada, dándole cierta línea melódica, suave y acogedora. Las
canciones de Elvis Presley, Paul Anka o Neil Sedaka fueron traducidas y
adaptadas al sentimiento latino, con lo que se dio inicio a todo un movimiento
de afectos y complicidades, que se extendió al resto de los países de América y
a algunos de Europa y Asia.
En
este punto arranca el libro de Carlos Fajardo Fajardo, La balada educación
sentimental de una época, cuando esta música estremecedora irrumpe en la
cotidianidad de un barrio de casas blancas y aviva el espíritu de los
adolescentes que son presa fácil de los flujos del deseo. El autor nos hace
partícipes de ese asombro que lo envuelve, de ese misterio que poco a poco se
va desnudando y lo pone de cara a las peripecias amatorias, a la fuerza de la
amistad y a los sueños de un mañana en que sea posible vivir en libertad.
El
investigador Jesús Martín-Barbero al pensar la balada habla de una “integración
sentimental latinoamericana”, y esto es precisamente lo que Carlos Fajardo
logra desentrañar y transmitir por medio del recorrido que propone, el cual va
desde la experiencia subjetiva hasta los entrecruzamientos que forjan una época
en la que los cantores y cantoras de baladas, definen una experiencia musical
que alcanza a estructurar un sentir común de las generaciones de posguerra, que
le apostaban a otras maneras de vivencia de los afectos.
Con
la certeza de que un breve poema, tal como lo ha advertido Gastón Bachelard,
“debe dar una visión del universo y el secreto de un alma, un ser y unos objetos,
todo al mismo tiempo”, Carlos establece un vínculo con la balada romántica y nos
propone dos instantes reflexivos en la conformación del libro: el primero está
tejido por las vivencias que a él y a su generación los interrogaban desde los flujos
que aquella música iba esbozando. Sugestivos títulos, como Suramérica: “¡Ay
país, país, país!” o Colombia: “Este viento amor”, destilan lo
poético que hay detrás de esas composiciones para entregarnos un trago
ensoñador, poderoso y provocador. El segundo instante es un reconocimiento a
esos autores y autoras que hicieron de la música su camino y su morada, así
como también a los festivales que permitieron el lucimiento de los intérpretes
y el gesto solidario del compartir latinoamericano en torno de una música que a
la vez era un llamado al despertar de otras sensibilidades.
Finalmente,
con la expresión de gratitud y celebración por esta nueva publicación de Carlos
Fajardo, vuelvo al estribillo de Manolo Galván, “el mundo es un pobre poema que
solo recita el alma” y lo enfrento al espejo de Jung en el que se concibe el
alma “como lo vivo en el hombre”, para que sea la paradoja la que nos permita
atisbar desde el faro del tiempo, de qué intensidad fue el influjo que aquellas
canciones y poemas del alma nos trajeron en nuestros años mozos y cómo hoy
podemos verlas con una perspectiva nostálgica o vital.
Omar
Ardila, 2025