El presente texto lo leí en el Auditorio Sabio Caldas de la Universidad Distrital de Bogotá, el pasado 8 de marzo, en el marco del seminario "El miedo", organizado por TJER.
“En el eco de mis muertes
aún hay miedo”
aún hay miedo”
Alejandra Pizarnik
El
miedo, esa antigua y poderosa emoción con tanta incidencia
en el devenir humano, ha demarcado distintos procesos culturales que nos permiten
hablar de variaciones tanto en el objeto del miedo como en la manera de
percibirlo los sujetos. De esta manera, son también diversos los análisis que
pueden realizarse para entender el funcionamiento de dicha emoción. La
neurología nos permite hoy conocer los procesos fisiológicos que se
desencadenan como respuesta a los estímulos asociados con el peligro, luego de
conocer la microorganización de los sistemas nerviosos y la naturaleza de la
función neuronal. Asimismo, la psicología en su constante búsqueda para
identificar patrones primigenios que determinan las conductas posteriores, le
ha dedicado largos capítulos al papel que juega el miedo en la estructuración
de las subjetividades, sobre las que permanentemente se ejerce el control
social. El miedo también ha sido un soporte básico para que muchas ideologías
religiosas ofrezcan planes liberadores del horror que, con anterioridad, ellas
mismas han ayudado a producir entre sus fieles. Y podríamos seguir enumerando
disciplinas (como la biología, la antropología, la estética) que se han ocupado
de indagar y sistematizar discursos referentes al miedo, sin embargo,
trataremos de concentrarnos en algunos acontecimientos asociados con la
producción del miedo durante el siglo XX, los cuales están básicamente
vinculados con estrategias políticas, con el poderío casi inabordable de los mass media y con algunas iconografías
del terror.
I.
Del
control íntimo a control social (Libertad Vs. Seguridad)
El
siglo XX nos legó al miedo como una de las herramientas más efectivas para
ejercer el control y la dominación por parte de las grandes corporaciones, cada
vez más fortalecidas con el avance del capitalismo y su intensiva generación de
insalvables brechas socio-económicas. El anterior miedo teológico que incidía
en el interior de los sujetos con el anuncio de horrendas o placenteras
experiencias posteriores a la muerte, según hubieran sido sus acciones previas,
adquirió durante el pasado siglo una notable dimensión política, la cual se fue
acentuando paulatinamente con los gobiernos contemporáneos, al punto de
ubicarse en el centro de los intereses del “arte de gobernar”. Así las cosas,
con el miedo como poderosa arma que concentraba los discursos políticos,
resultó oportuna la instauración de las “políticas de seguridad” con su
consabida estrategia engañosa. El miedo como tal, no era la novedad en estos
discursos, lo que sí resultó novedoso fue la forma que adoptaron y el carácter
protagónico alcanzado dentro de la sociedad.
Las
poderosas ideologías revolucionarias de finales del siglo XIX y comienzos del
XX, que habían hecho de la libertad, la equidad y la confianza, los fundamentos
de su lucha, se empezaron a ver debilitadas cuando las políticas de seguridad
lograron interiorizarse y triunfaron sobre las aspiraciones al libre ejercicio
de las voluntades. En adelante, se abriría la ventana de la mala sospecha y
asistiríamos al teatro de la seguridad, el cual brindaba espectáculos que
resultaban efectivos a corto y mediano plazo. La estrategia fue sencilla:
aprovechar los miedos “espontáneos” que poblaban los imaginarios culturales y
producir miedos “reflejos” que permitieran dirigir las conciencias colectivas
para poder instalar un permanente “estado de sitio” en el cual todos resultaban
sospechosos. De esta manera, se empezó a legislar en pro de la constitución de
un “ambiente seguro” que pudiera disipar los miedos cotidianos. Los temores
entrecruzados se convirtieron en un artefacto efectivo que lograba controlar al
individuo y las colectividades, degradando de paso, la antigua noción de
política (la búsqueda del bien común para las mayorías) y favoreciendo el
mercado y la (supuesta) seguridad.
Este
mecanismo, aunque por una vía distinta a la desarrollada con fines teológicos,
también pudo interiorizarse y ejercer su dominio desde adentro para evitar la
actuación de los individuos como devenires revolucionarios. La práctica
utilizada por los gobernantes, que podría verse como aparentemente paradójica,
ha dado magníficos resultados, pues se ha logrado el control social
potencializando la angustia (los temores íntimos). La lucha contra el miedo se
ha realizado infundiendo más miedo (con la elaboración de armas sofisticadas;
con la construcción de muros, linderos y zonas restringidas; con la propagación
de cámaras de vigilancia, entre otras tantas estrategias), aunque según reza la
doctrina Huntington, “hay que negarse a vivir con miedo”. No obstante, cada vez
ha sido mayor la desproporción de los países poderosos en las maquilladas
“guerras contra el terrorismo”, logrando infundir los mayores miedos entre las
comunidades que sin saber por qué han terminado arrasadas.
Por
otra parte, algunos teóricos como Ulrich Beck o Alain Badiou, siguiendo
distintas líneas de análisis, han ubicado el acontecimiento del miedo político
y su intensificación en los discursos contra el terrorismo, como algo asociado
con la fractura causada a la seguridad que en cierta forma brindaba el estado
de bienestar de la modernidad. La pérdida de incidencia del estado benefactor
facilitó la aparición de “inseguridades”, que sagazmente fueron utilizadas para
darle nuevos virajes a los discursos políticos. Beck habla de una primera
modernidad (la del estado-nación benefactor) y de una segunda modernidad, en la
cual se da una desestructuración a gran escala, la cual conlleva “riesgos”
globales. Pese al desarrollo tecnológico acaecido de forma vertiginosa en los
últimos años, el cual parece facilitar las labores y tener todo bajo control,
se ha seguido aumentando la sensación angustiosa de correr múltiples riesgos
provenientes de todos los flancos y siendo, además, de todos los órdenes. Este
desarrollo ha sido ampliamente trabajado por Ulrich Beck en sus textos sobre la
“sociedad del riesgo”, en los cuales ha logrado deslindar los conceptos de
“miedo” y de “riesgo”, considerando que este último tuvo su aparición en el
periodo asociado con la modernidad (pos revolución industrial) y tiene que ver
con la manera de anticiparse a las “catástrofes” anunciadas. Dicho riesgo que
era calculable en el estado benefactor, ahora (en la segunda modernidad) ha
desbordado todas las posibilidades de control, generando una nueva dinámica de confrontación, basada
en la incertidumbre. Esta situación supone la necesidad, para algunos, de generar
nuevos mecanismos de control, y para otros, de seguir ejerciendo la resistencia.
II.
Los
medios al servicio del miedo
“Señoras
y señores, esto es lo más terrorífico que nunca he presenciado... ¡Espera un
minuto! Alguien está avanzando desde el fondo del hoyo. Alguien... o algo.
Puedo ver escudriñando desde ese hoyo negro dos discos luminosos... ¿Son ojos?
Puede que sean una cara. Puede que sea...”
Emisión
radiofónica, La guerra de los dos mundos.
Un
acontecimiento especialmente definido con claridad e intensidad durante el
siglo XX, fue la incidencia preponderante de los medios masivos de comunicación
en la construcción de figuras del miedo: como difusores y propulsores, e
incluso como generadores del mismo miedo. Hoy en día no resulta desconocido el
papel determinador de los medios en la configuración de imaginarios
socio-culturales, ni la consagración de estos como un poder adicional que actúa
no solamente de forma velada sino también expresa, con el fin de favorecer los
intereses de los magnates que son sus dueños. Y en ese juego de intereses, una
de las prácticas que mejores resultados les ha dado para mantener el control
sobre sus audiencias, ha sido la “estrategia del miedo”, orientada a colonizar
el interior de los individuos.
Una
primera referencia histórica sobre los efectos colectivos del pánico como
producto de la acción de los medios, nos la recuerda Joanna Bourke. Se trata de
la serie de artículos aparecidos entre
el 6 y el 10 de julio de 1885 en la publicación The Pall
Mall Gazette del Reino Unido, con el título de “Primer Tributo
a la Babilonia Moderna”, cuyo autor fue William Thomas Stead. En esta extensa crónica, el escritor denunciaba una
serie de crímenes sexuales que estaban ocurriendo en la victoriana ciudad de
Londres, haciendo claridad que su fin no era atacar la moralidad sexual (lo
cual consideraba del ámbito privado). Pero ante la omisión encubridora de las
autoridades, Stead apela a la publicación de sus investigaciones en un medio de
amplia difusión para que la comunidad conozca la realidad de los hechos. Los
crímenes que pone en conocimiento Stead se pueden resumir así: la compraventa y
violación de niños, la procuración de vírgenes, el sometimiento y la ruina de
las mujeres, el comercio internacional de niñas esclavas y las atrocidades,
brutalidades y crímenes contra natura. Esta publicación además de convocar al
debate público y a la enmienda de unos artículos del Código Penal, generó entre
los lectores una fuerte sensación de miedo e impotencia.
Bourke también refiere un programa radiofónico británico
de la BBC, realizado en 1926, el cual también generó un miedo desproporcionado
entre los oyentes, aunque hoy casi no se recuerda. Pero, indudablemente, la
mayor referencia de inoculación de miedo por la vía mediática en la primera
mitad del siglo pasado, es la parodia radiofónica, “La guerra de los dos
mundos”, realizada por Orson Welles en 1938 desde los estudios de la Columbia
Broadcasting System (CBS). El programa, aunque advirtió de su carácter ficticio
en la introducción y durante algunos momentos de la transmisión, tuvo tal
efecto de pánico colectivo, que las comunicaciones colapsaron ante las llamadas
de los aterrados oyentes que buscaban indicaciones para protegerse del ataque
de los marcianos.
Después
del alcance logrado por la emisión radiofónica de Welles, era evidente que en
adelante los medios jugarían un papel decisivo en la transmisión del miedo,
pues cada vez se hizo más evidente que aquellos no estaban sólo para informar,
sino que además actuaban ocultando o sobredimensionando muchos hechos. En las
condiciones actuales, que permiten acceder a muchos medios desde cualquier
punto del orbe y ubicar lo local en las dimensiones globales, también se brinda
la oportunidad para que los miedos locales logren universalizarse con
vehemencia y prontitud. En suma, son los medios los que en gran parte han
ayudado a posicionar el terror como una narrativa poderosa y de trascendencia
global.
Esta
dinámica se ha intensificado notoriamente después de la caída de las Torres
Gemelas de Nueva York, cuando bajo el pretexto de defender instituciones tan
arraigadas como “libertad, democracia y civilización”, las grandes potencias
capitalistas iniciaron un proceso de “acciones preventivas” contra ciertas
territorialidades que eran identificadas como “ejes del mal”. Con estos
presupuestos, tal como pudimos ir corroborando, se legitimaron prácticas de
guerra y se crearon discursos para perseguir a potenciales insurrectos
(individuos o colectividades) que no se acomodaban a ese “estado de las cosas”.
Sin duda, la creación conceptual más vaga aunque al mismo tiempo más peligrosa,
fue la de “terrorismo”, bajo la cual señalaron a todos aquellos considerados
como enemigos. Una vez más, fueron los medios al servicio de aquellos poderes,
los que se encargaron de sobredimensionar el terrorismo como la más grande
amenaza que se cernía sobre las sociedades contemporáneas. Pero no es que el
miedo al terrorismo haya sido una creación posterior al 11-S, pues este ya se
había generalizado desde la década de los setenta, cuando entre el 85 y el 90% de la población
consideraba al terrorismo como un problema muy serio. La investigadora Bourke
en su libro, El miedo: una historia
cultural, recuerda que entre 1980 y 1985 sólo 17 personas perdieron la vida
a causa de actos terroristas en Estados Unidos, sin embargo, el New York Times
publicó un promedio de 4 artículos sobre terrorismo por edición. Asimismo,
entre 1989 y 1992 murieron 34 estadounidenses por la misma causa en el mundo, y
en el mismo lapso, 3000 libros fueron catalogados en bibliotecas de ese país,
bajo el rótulo de “terrorismo”.
Con
dichas tensiones previas, el 11-S sirvió a los estadounidenses para identificar
a los enemigos como “externos” (en adelante serían los “fundamentalistas
islámicos extranjeros”) pues era necesario encontrar “chivos expiatorios”,
sobre los cuales generar inquietudes como sujetos generadores de miedo, para
solapadamente avanzar con sus políticas imperialistas y apropiarse de ciertos
recursos estratégicos. El punto que marcó la diferencia entre la caída de las
Torres Gemelas y otros eventos (incluso más catastróficos) fue el despliegue
que tuvo en tiempo real a través de los medios televisivos. En cierta forma,
este mecanismo de divulgación fortaleció la iconografía de la catástrofe, que
ya había sido alimentada en la gran industria del entretenimiento (Hollywood)
como adelantándose a los fatídicos hechos reales. Tanto los espectáculos
artísticos como los noticiarios en sus franjas preponderantes y especializadas
en el horror, han venido trabajando aunadamente para intensificar la “estética
del terror”.
III.
Iconografías
del terror
“En un mundo gobernado
por los muertos, por fin nos vemos obligados a empezar a vivir”
Robert Kirkman, en el cómic The Walking Dead
En
las lúcidas conferencias pronunciadas por Alain Badiou en el Colegio
Internacional de Filosofía entre 1998 y 2001, afirmaba que el siglo XX
corroboró sin contemplaciones que la vida (el principal problema ontológico del
mismo siglo) respondía a su destino de manera positiva por medio del terror.
Esta aseveración proponía una riesgosa paradoja: la vida como problema
fundamental pero en un juego permanente de reversión con la muerte; como si la
muerte necesariamente condujera al fortalecimiento de la voluntad de vivir.
Dicho siglo estuvo gozosamente obsesionado con su propio itinerario de horror,
el cual no iba más allá de lo que la realidad misma proporcionaba. Hubo una
aceptación expresa del horror de lo real como una necesidad ineludible para
alcanzar la promesa de los “porvenires que cantan”. Este planteamiento coincide
con el de Lacan, para quien “la experiencia de lo real es la experiencia del
horror”. Y si algo caracterizó el siglo XX fue la “pasión de lo real”, del aquí
y del ahora, del cambio inmediato. La esperanza de darle vida a un “hombre
nuevo” debía cumplirse perentoriamente, sin detenerse a pensar el costo que
supondría esta búsqueda. La necesidad de lo real, aunque no se vislumbrara con
claridad, fue el antagonismo del siglo, ya que la pasión verdadera fue la
guerra, asumida como si fuera un “lucha final”
Es
en este marco que aparece un referente iconográfico (el zombi), el cual se
identifica plenamente con el devenir del siglo. Aprovechando el temor atávico
hacia lo desconocido, lo irrepresentable, lo que está por fuera de la realidad
y que además rebasa el lenguaje, surge el zombi para encarnar esa fuerza
escondida y fundar su propia territorialidad al margen.
Sin
duda, las mayores luces para pensar el itinerario zombi, nos las ha dado Jorge
Fernández Gonzalo en su ensayo, Filosofía
zombi. Según este autor, el pensar zombi está inscrito en una sociedad
capitalista y mediatizada, y se ubica precisamente en lo impensable, en el
“Cuerpo sin Órganos”, sin identidad, sin fisonomía, pero que al mismo tiempo es
poseedor de una territorialidad: el terror. Con el surgimiento del zombi se
evidencia una fractura de los “pactos sociales”, del cuerpo social que nos ha
delineado y nos ha proporcionado máscaras que confrontan las máscaras de otros
personajes, y que nos brindan las respuestas ante nuestros propios miedos. El
zombi nos recuerda aquello que nos desborda de nosotros mismos; que es más que
lo que creemos ser. Esos cuerpos sin vida que deambulan ante nosotros son
nuestra proyección. El poder discursivo y deconstructivo del zombi se levanta
contra la antropología que idealiza lo humano. De ahí que el miedo en el espejo
del zombi, sea hacia nosotros mismos (hacia ese otro que nos habita). Y en el
siglo de la pasión de lo real, dicho miedo, antes que espiritual o psicológico,
es material, físico, hacia el otro que puede conocernos y traernos la muerte,
pero también un miedo al grupo, a la masa desbordada, a mezclarse con los
otros. De esta manera, el zombi “alienado”, “extranjero”, se convierte en el
mito de las sociedades de consumo.
Una
primera acción del zombi está alineada con el fluir capitalista y su sucedáneo
el consumo, el cual lleva al triunfo de lo efímero, de lo que puede ser fácilmente
reemplazable, de lo que está hecho para no durar, y la metáfora perversa que
nos ha vendido la publicidad como lo más efímero por excelencia, es la juventud;
por tal motivo, se incita a consumirlo todo de la forma más rápida: ¡Enrúmbate
y después derrúmbate! Como decía Andrés Caicedo. La apuesta del capital es
conducir a la juventud a ser zombis por medio de sus nuevos patrones
publicitarios (anorexia, bulimia, cuerpos hiperdelgados) los cuales se han
tomado los espacios tanto comunes como privados.
Poco
a poco el zombi ha ido trazando una estrategia efectiva para imponer su
estética, la cual busca sacar lo obsceno,
afianzarse en el exceso, dejar al descubierto la intimidad que antes nos daba
un aura de seguridad, sumergirse en el vacío que se alimenta de más vacío. De
esta manera se va presentando una desacralización del cuerpo, luego de haber
hiperexaltado las mismas estructuras corporales en todas sus profundidades y
perspectivas. El cuerpo ya no está definido por la anatomía (la cual varía según
los desmembramientos o vaciamientos que va padeciendo) sino por su accionar de
máquina, que fluye, se acopla y funciona (según la concepción de
Deleuze-Guattari) y que se propaga por contagio. La perversión de la estética
gore (la que respalda el acontecer zombi) radica en que tiene como propósito
llevarnos hacia su reverso. Tras mostrarnos el exceso de lo desconocido, su
punto más alto de desnudez, logra que terminemos familiarizándonos con la
presencia zombi. Es allí donde nos encontramos con un miedo mayor: “el de ya no
temer nada”.
En
la dinámica actual de la globalización, del capitalismo que busca absorberlo
todo, se ha perdido la noción del afuera; los zombis se han humanizado (por lo
tanto, banalizado en su aparente complejización). Ha resultado tan estratégica
la generación del deseo consumista, que los propios zombis se ha vuelto
autómatas, sin identidad, quienes ahora “viven la muerte”, se preocupan por la
muerte y hasta tienen miedo a la muerte. De ahí que los zombis hoy nos
propongan la pregunta ¿Quiénes son los muertos, aquellos o nosotros? Con la
cual ponen al descubierto el simulacro que hemos hecho de la vida.
Finalmente,
es innegable que el capitalismo ha logrado su cometido: constituirnos en
zombis, en autómatas. En adelante, el zombi ya no asusta por el barroquismo
sino porque su presencia está cada vez más entre nosotros aunque día tras día
se nos haga más difícil deslindar lo nuestro de lo externo. Lo único que nos
une y nos da cierto carácter es el vacío. El flujo zombi nos devora con la
dinámica de su indefinición. La visceralidad enternece al vacío a la vez que lo
profundiza.
Pero
el zombi también tiene su otra faceta, su línea de fuga, su devenir
minoritario, y es el que nos interesa resaltar al final de esta intervención,
dado su carácter generador de rupturas frente al mismo organismo que lo ha
creado. En efecto, la plaga zombi busca “la caída del sistema (…) la
desmembración del cuerpo de lo social”, transmitiéndose por contagio y
aprovechando el mecanismo mediático del mismo sistema. Puesto que el zombi
responde a la lógica del instinto (solo necesita comer, alimentarse para
sobrevivir) no tiene la necesidad social de “situarse” armónicamente dentro de
los planes preponderantes de “construcción de cultura”. Esto le da un carácter
resbaladizo, nómada, que no le permite aconductarse (más allá de poder resolver
su necesidad básica de comer). Al no dejarse masificar, se convierte en un Cuerpo sin Órganos con toda su
ambigüedad revolucionaria, que replantea el “deseo y el miedo al deseo”, pues la
nueva economía deseante que nos propusieron Deleuze y Guattari, despierta el
temor de que el desear rebase la
organización social y ponga en peligro el poder. De esta manera, el capital ve
en el transgresor zombi un antisistema, una manada que se abalanza
peligrosamente sobre sus seguridades. Y el mayor peligro que alcanzan a avistar
y que les desmorona más dichas seguridades, es que la horda zombi se alza contra el poder, sin poder alguno y sin luchar
por el poder, pues no le interesan las jerarquías ni los principios de
autoridad.
Por
último, quiero resaltar que el actuar zombi logra corroborarnos que no existe
el tan promocionado “choque de civilizaciones”, sino que lo que hay es “una
civilización en estado de muerte clínica sobre la que se despliega un equipo de
supervivencia artificial y que extiende una pestilencia característica por la
atmósfera planetaria”. El primer zombi, creado como pieza funcional del
capitalismo, se aproxima a su muerte, mientras que el zombi insurrecto, está
dispuesto a acometer inmediatamente para que esa sociedad moribunda, con un
cadáver en la espalda que se resiste a morir, encuentre su destino final de una
buena vez. No más prolongación engañosa de ese cuerpo vacío. Que la muerte
arrope ese proyecto perverso para poder plegarnos a la esperanza de una nueva
vida.
Bibliografía
BADIOU, Alain, El
siglo, Manantial, 2005
BECK, Ulrich, La
sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Paidós, 2006
BOURKE, Joanna, Fear:
A Cultural History, Virago Press Ltd, 2006
COMITÉ INVISIBLE, La
Insurrección que llega, Insurrección Nómada Ediciones, Bogotá, 2011
FERNÁNDEZ GONZALO, Jorge, Filosofía zombi, Anagrama, 2011
Sitios web consultados:
http://recuerdosdelpresente.blogspot.com/2008/09/el-riesgo-permanente-ulrich-beck.html
Imágenes tomadas de la circulación libre en la red
me encanta leer tus ensayos, gracias por seguir escribiendo bien. Un abrazo. Gina
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