Próximos a conmemorar los 20 años del fallecimiento de Gilles Deleuze (el próximo 4 de noviembre), les comparto uno de sus poderosos textos; con la potencia y la fuerza de quien ha enfrentado el Yo y cada vez ha puesto más en duda las "seguridades" del cuerpo.
Les recuerdo que el 6 de noviembre estaremos rindiéndole un homenaje a este filósofo que tantas búsquedas nos ha generado.
Ambientamos esta entrada con imágenes de la diversidad ambiental que habita en el Macizo Colombiano
Por Gilles Deleuze
Eres encantador, inteligente, perverso
hasta la maldad. Un esfuerzo más… La carta que me has enviado, al invocar unas
veces lo que se dice y otras lo que tú mismo piensas, y al mezclar ambas cosas,
es una especie de regodeo acerca de mi presunta desdicha. Por un lado, me dices
que estoy atascado, atrancado en todos los registros, en la vida, en la
enseñanza, en la política, que me he convertido en una asquerosa vedette y,
además, que esto no puede durar mucho y que no tengo salida. Por otro lado, me
dices que siempre he marchado rezagado, que os succiono la sangre a vosotros,
los verdaderos experimentadores, los héroes, y que pruebo vuestros venenos
quedándome siempre tras la barrera, contemplando y aprovechándome de vosotros.
Por mi parte, no sé nada de todo eso. Los esquizos, tanto los falsos como los
verdaderos, me están fastidiando tanto que de buena gana me pasaría a la
paranoia. Viva la paranoia. Lo que quieres inocularme con tu carta, ¿no es un
poco de resentimiento (estás acorralado, estás atascado, “confiésalo”…) y algo
de mala conciencia (no tienes vergüenza, vas rezagado…)? Si esto es todo lo que
tenías que decirme, no valía la pena. Te vengas por haber escrito un libro
sobre mí. Tu carta está llena de falsa conmiseración y de auténtico apetito de
venganza.
Ciertamente, la
benevolencia no es tu fuerte. Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o
a nada, me sentiría como muerto, momificado. Pero se diría que tú has nacido
amargado, tu arte es el del guiño, “a mí no me engañas, escribiré un libro
sobre ti pero ya verás…”. De todas las interpretaciones posibles, escoges casi
siempre la más malvada o la más ruin. Primer ejemplo: quiero y admiro a
Foucault. He escrito un artículo sobre él. Y él ha escrito un artículo sobre mí,
en el que se encuentra la frase: “quizá un día el siglo sea deleuziano”. Tu
comentario: se echan flores. Parece como si no pudieras concebir que mi
admiración por Foucault sea real, y mucho menos comprender que la frasecilla de
Foucault es una fórmula cómica destinada a hacer reír a nuestros amigos y
rabiar a nuestros enemigos. Un texto que tú conoces bien explica esta maldad
innata de los herederos del izquierdismo: “¿Quién se atrevería a pronunciar
ante una asamblea izquierdista las palabras “fraternidad” o “benevolencia”?
Ellos están consagrados al ejercicio extremadamente minucioso de la animosidad
hacia todos sus travestis, la práctica de la agresividad y del escarnio con
cualquier fin y contra cualquier persona, presente o ausente, amiga o enemiga. No
se trata de comprender a los otros, sino de vigilarlos”[1]. Tu carta es un solemne
acto de vigilancia. Recuerdo a un tipo del F.H.A.R.[2] que declaraba en una asamblea: Si no fuera
porque estamos siempre ahí, ejerciendo como vuestra mala conciencia… Extraño y
algo policíaco ideal: ser la mala conciencia de alguien. Se diría que también
tú piensas que hacer un libro acerca de (o contra) mí te confiere algún poder
sobre mí. Y no es cierto. A mí me disgusta tanto la posibilidad de tener mala
conciencia como la de ser la mala conciencia de otros.
Segundo ejemplo:
mis uñas, largas y sin cortar. Al final de tu carta dices que mi chaqueta de
obrero (te equivocas: es una chaqueta de campesino) equivale a la blusa
fruncida de Marylin Monroe y mis uñas a las gafas negras de Greta Garbo. Y me
inundas de consejos irónicos y malintencionados. Como vuelves una y otra vez
sobre el asunto de mis uñas, voy a explicártelo. Siempre podemos decir que, al
ser mi madre quien me las cortaba, está ligado al problema de Edipo y de la
castración (interpretación grotesca pero psicoanalítica). También se puede
notar, si se observan los extremos de mis dedos, que carezco de las marcas
digitales que ordinariamente actúan como protección, de tal modo que el hecho
de tocar con la punta de los dedos un objeto, y sobre todo un tejido, me
produce un dolor nervioso que exige la protección de uñas largas
(interpretación teratológica y seleccionista). Y podría incluso decirse, lo que
es rigurosamente cierto, que mi sueño no es llegar a ser invisible, sino
imperceptible, y que compenso mi imposibilidad de hacerlo dotándome de largas
uñas que siempre puedo ocultar en mis bolsillos, pues nada me extraña más que
el hecho de que alguien las mire (interpretación psicoso-). Y podría decirse,
para terminar: “No hace falta que te comas tus uñas, puesto que forman parte de
ti; si te gustan las uñas, devora las de los demás cuando quieras y cuando
puedas” (interpretación política). Pero tú has elegido la interpretación más
molesta: quiere singularizarse, convertirse en Greta Garbo. Es curioso, no
obstante, que ninguno de mis amigos haya reparado jamás en mis uñas,
considerándolas perfectamente naturales, plantadas ahí al azar, como por el
viento que transporta semillas y del que nadie habla.
Y llegamos así a tu
primera crítica: dices y repites en todos los tonos posibles: estás bloqueado,
acorralado, confiésalo. Pues bien, Señor fiscal general: no confieso nada.
Puesto que se trata de tu culpa por haber escrito un libro sobre mí, intentaré
explicarte cómo veo lo que he escrito. Pertenezco a una generación, a una de
las últimas generaciones que han sido más o menos asesinadas por la historia de
la filosofía. La historia de la filosofía ejerce, en el seno de la filosofía,
una evidente función represiva, es el Edipo propiamente filosófico: “No osarás
hablar en tu propio nombre hasta que no hayas leído esto y aquello, y esto
sobre aquello y aquello sobre esto.” De mi generación, algunos no consiguieron
liberarse, otros sí: inventaron sus propios métodos y reglas nuevas, un tono
diferente. Pero yo, durante mucho tiempo, “hice” historia de la filosofía, me
dediqué a leer sobre tal o cual autor. Pero me concedía mis compensaciones, y
ello de modos diversos: por de pronto, prefiriendo aquellos autores que se
oponían a la tradición racionalista de esta historia (hay para mí un vínculo
secreto entre Lucrecio, Hume, Spinoza o Nietzsche, un vínculo constituido por
la crítica de lo negativo, la cultura de la alegría, el odio a la interioridad,
la exterioridad de las fuerzas y las relaciones, la denuncia del poder, etc.).
Lo que yo más detestaba era el hegelianismo y la dialéctica. Mi libro sobre
Kant es muy distinto, y le tengo gran aprecio: lo escribí como un libro acerca
de un enemigo cuyo funcionamiento deseaba mostrar, cuyos engranajes quería
poner al descubierto —tribunal de la Razón, uso mesurado de las facultades,
sumisión tanto más hipócrita por cuanto nos confiere el título de
legisladores—. Pero, ante todo, el modo de liberarme que utilizaba en aquella
época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una
especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me
imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una
criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que
el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo
aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de
una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de
descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me
causaron gran placer. Mi libro sobre Bergson es, para mí, ejemplar en este
género. Hoy, muchos se dedican a reprocharme incluso el hecho de haber escrito
sobre Bergson. No conocen suficientemente la historia. No saben hasta qué punto
Bergson, al principio, concentró a su alrededor todos los odios de la
Universidad francesa, y hasta qué punto sirvió de lugar de encuentro a toda
clase de locos y marginales mundanos y transmundanos. Poco importa si esto
sucedió a pesar suyo o no.
Fue Nietzsche, a
quien leí tarde, el que me sacó de todo aquello. Porque es imposible intentar
con él semejante tratamiento. Es él quien te hace hijos a tus espaldas.
Despierta un placer perverso (placer que nunca Marx ni Freud han inspirado a
nadie, antes bien todo lo contrario): el placer que cada uno puede experimentar
diciendo cosas simples en su propio nombre, hablando de afectos, intensidades,
experiencias, experimentaciones. Es curioso lo de decir algo en nombre propio,
porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una
persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre
propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a
las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le
recorren. El nombre como aprehensión instantánea de tal multiplicidad intensiva
es lo contrario de la despersonalización producida por la historia de la
filosofía, es una despersonalización de amor y no de sumisión. Se habla desde
el fondo de lo que no se conoce, desde el fondo del propio subdesarrollo. Uno
se ha convertido entonces en un conjunto de singularidades libres, nombres y
apellidos, uñas, cosas, animales y pequeños acontecimientos: lo contrario de
una vedette. Fue así como yo empecé a escribir libros en este registro de
vagabundeo, Diferencia y repetición y Lógica del sentido. No me hago ilusiones:
son libros aún lastrados por un pesado aparato universitario, pero intento con
ellos una especie de trastorno, intento que algo se agite en mi interior,
tratar la escritura como un flujo y no como un código. Hay algunas páginas de
Diferencia y repetición que estimo especialmente, como por ejemplo las que
tratan de la fatiga y la contemplación, porque ellas proceden, a pesar de las
apariencias, de la más viva experiencia vital. No era mucho, sólo un
comienzo.
Después tuvo
lugar mi encuentro con Félix Guattari, y el modo en que nos entendimos, nos
completamos, nos despersonalizamos el uno al otro y nos singularizamos uno
mediante el otro, en suma, el modo en que nos quisimos. De ahí salió El
Anti-Edipo, que representa un nuevo progreso. Me pregunto si no será
precisa-mente el hecho de que haya sido escrito por dos personas una de las
razones formales de la hostilidad que a veces despierta este libro, ya que la
gente disfruta con las desavenencias y las asignaciones. Han intentado, pues,
discernir lo indiscernible o determinar lo que debe asignarse a cada uno de
nosotros. Pero dado que cada uno de nosotros, como todo el mundo, es ya varias
personas, hay mucha gente en total. Tampoco puede decirse que El Anti-Edipo
esté libre de todo aparato de saber: todavía es muy universitario, demasiado
serio, no se trata de la filosofía pop o del popanálisis soñado. Pero hay algo
que me sorprende: aquellos que consideran que se trata de un libro difícil se
encuentran entre quienes tienen una mayor cultura, especialmente una mayor
cultura psicoanalítica. Dicen: ¿qué es eso del cuerpo sin órganos? ¿qué quiere
decir “máquinas deseantes”? Al contrario, quienes saben poco y no están
corrompidos por el psicoanálisis tienen menos problemas, y dejan de lado
alegremente lo que no comprenden. Esta es una de las razones que nos impulsaron
a decir que este libro se dirigía a lectores entre quince y veinte años. Y es
que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que
remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o
incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del
significante. Y el libro siguiente se considerará como si contuviese al
anterior o estuviera contenido en él. Se comentará, se interpretará, se pedirán
explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay
otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único
problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no
funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra
lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar,
nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión
eléctrica. Conozco a personas incultas que han comprendido inmediatamente lo
que era el “cuerpo sin órganos” gracias a sus propios “hábitos”, gracias a su
manera de fabricarse uno. Esta otra manera de leer se opone a la precedente
porque relaciona directamente el libro con el Afuera. Un libro es un pequeño
engranaje de una maquinaria exterior mucho más compleja. Escribir es un flujo
entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene
relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de
mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política,
etc. Como Bloom: escribir con una mano en la arena y masturbarse con la otra
(¿en qué relación se encuentran esos dos flujos?). En cuanto a nosotros,
nuestro Afuera (o al menos uno de nuestros afueras) es una cierta masa de
gentes (sobre todo jóvenes) que están hartos del psicoanálisis. Están, para
decirlo con tus palabras, “atascados”, porque, aunque siguen psicoanalizándose,
piensan de hecho contra el psicoanálisis, pero piensan contra él en términos
psicoanalíticos (por ejemplo, y a título de broma íntima, ¿cómo pueden
psicoanalizarse los hombres del F.H.A.R. o las mujeres del M.L.F. y tantos
otros? ¿No se sienten incómodos? ¿Se lo creen? ¿Qué hacen en el diván?) La
existencia de esta corriente hizo posible El Anti-Edipo. Y si el grueso de los
psicoanalistas, desde los más estúpidos hasta los más inteligentes, ha
reaccionado con hostilidad hacia este libro (aunque su reacción es más
defensiva que agresiva) no es sólo, evidentemente, a causa de su contenido,
sino porque favorece esa corriente de quienes están hartos de oír: “papá, mamá,
Edipo, castración, regresión” y de ver cómo se les propone una imagen
totalmente debilitada de la sexualidad en general y de su sexualidad en
particular. Como suele decirse, los psicoanalistas deberían tener en cuenta a
las “masas”, a esas pequeñas masas. Recibimos, en este sentido, hermosas cartas
remitidas por el lumpenproletariado del psicoanálisis, mucho más hermosas que
los artículos de nuestros críticos.
Esta manera de
leer en intensidad, en relación con el Afuera, flujo contra flujo, máquina con
máquina, experimentación, acontecimientos para cada cual que nada tienen que
ver con un libro, que lo hacen pedazos, que lo hacen funcionar con otras cosas,
con cualquier cosa… ésta es una lectura amorosa. Y es exactamente así como tú
lo has leído. Hay en tu carta un pasaje hermoso, casi maravilloso, donde
explicas cómo has leído el libro, el uso que de él has hecho por tu cuenta: ¡De
eso se trata! ¿Por qué vuelves en seguida a los reproches (No te librarás, todo
el mundo espera el segundo tomo, en seguida serás reconocido)? Completamente
falso, lo tuvimos siempre en mente. Escribiremos la continuación porque nos
gusta trabajar juntos. Pero no será en absoluto una continuación. Con ayuda del
Afuera, será algo tan distinto, tanto por el lenguaje como por el pensamiento,
que aquellos que nos “esperan” tendrán que decir: o se han vuelto completamente
locos, o son unos canallas, o han sido incapaces de continuar. Decepcionar es
un placer. No es que gesticulemos para parecer locos, nos volveremos locos a
nuestro modo y en su momento, sin necesidad de que se nos presione. Sabemos que
el primer tomo de El Anti-Edipo está lleno aún de compromisos, demasiado
cargado de saberes que parecen conceptos. Así pues, cambiaremos, ya hemos
cambiado, estamos contentos. Algunos pensaban que continuaríamos en la misma
onda, y hay quien llegó a creer que íbamos a formar un quinto grupo
psicoanalítico. ¡Miserias! Soñamos con otras cosas más clandestinas y gozosas.
No firmaremos más compromisos, porque ahora nos hacen menos falta. Y encontraremos
siempre a los aliados de los que tenemos necesidad o que tienen necesidad de
nosotros.
Pero tú quieres
describirme como atrapado. Y no es cierto: ni Félix ni yo nos hemos convertido
en subjefes de una subescuela. Si alguien quiere utilizar El Anti-Edipo, allá
él, porque nosotros ya estamos en otra parte. Me imaginas política-mente
atrapado, reducido al papel de firmar manifiestos y peticiones, “superasistente
social”: no es verdad, y, de entre todos los homenajes que habría que rendir a
Foucault, está el de haber sido el primero que por su propia cuenta ha quebrado
los mecanismos de recuperación y ha sacado al intelectual de su situación
política clásica. Eres tú quien se ha quedado anclado en la provocación, en la
publicación, en los cuestionarios, en las confesiones públicas (“confiesa,
confiesa…”). Al contrario, a mí me parece que se aproxima una época de
clandestinidad mitad voluntaria-mitad obligada, que será como un
rejuvenecimiento del deseo, incluido el deseo político. Me imaginas
profesionalmente atrapado, porque he hablado en Vicennes durante dos años y tú
dices que dicen que yo no hago nada. Piensas que, cuando hablo, me hallo en la
contradicción de quien, “rechazando la condición de profesor, está sin embargo
condenado a enseñar, y tiene que restaurar los arreos que ya todo el mundo
había abandonado”: yo no soy sensible a las contradicciones, no soy un alma
bella que vive trágicamente su condición; he hablado porque tenía grandes
deseos de hacerlo, y he sido apoyado, injuriado, interrumpido por militantes,
locos verdaderos y seudolocos, imbéciles y personas muy inteligentes, había en
Vincennes una especie de chirigota continua y viva. Esto ha durado dos años, y
ya es suficiente, hace falta cambiar. De modo que ahora que ya no hablo en las
mismas condiciones, dices, o te haces portavoz de quienes dicen, que ya no hago
nada, que soy impotente, una reina gorda e impotente. Y esto sigue siendo
falso: me escondo, pero sigo trabajando con el menor número posible de
personas, y tú, en lugar de ayudarme a no convertirme en vedette, vienes a
pedirme cuentas y a exigirme que elija entre la impotencia y la contradicción.
Finalmente, me imaginas atascado personalmente, familiarmente. En esto
demuestras lo bajo de tu vuelo. Explicas que tengo una esposa y una hija que
juega con muñecas y que triangula los rincones. Y eso te divierte cuando lo
comparas con El Anti-Edipo. También podrías haberme dicho que tengo un hijo en
edad de psicoanalizarse. Si tu idea es que son las muñecas quienes producen el
Edipo, o bien el matrimonio por sí mismo, me parece una idea peregrina. Edipo
no es una muñeca, es una secreción interna, una glándula, y nunca se ha luchado
contra las secreciones edípicas sin luchar también contra sí mismo, sin
experimentar contra sí mismo, sin hacerse capaz de amar y desear (en lugar de
la plañidera voluntad de ser amados, que nos conduce al psicoanálisis). Amores
no-edípicos: no es poca cosa. Deberías saber que no basta con ser soltero, no
tener hijos, ser homosexual o pertenecer a tal o cual grupo para evitar a
Edipo, pues hay un Edipo de grupo, hay homosexuales edípicos y un M.L.F.
edipizado, etc. Como prueba valga un texto: “Los árabes y nosotros”[3] , bastante más edípico que
mi hija.
De modo que nada
tengo que “confesar”. El relativo éxito de El Anti-Edipo no nos compromete ni a
Félix ni a mí. En cierto modo no nos concierne, ya que tenemos otros proyectos.
Paso, pues, a tu otra crítica, más dura y terrible, que consiste en decir que
siempre he ido a la zaga, economizando esfuerzos, aprovechándome de las
experimentaciones ajenas, de los homosexuales, drogadictos, alcohólicos,
masoquistas, locos, etc., probando ligeramente sus delicias y venenos sin
arriesgar nunca nada. Vuelves contra mí un texto mío en el que yo pregunto cómo
es posible no convertirse en un conferenciante profesional sobre Artaud o en un
seguidor mundano de Fitzgerald. Pero, ¿qué sabes de mí? Yo creo en el secreto,
es decir, en la potencia de lo falso, mucho más que en los relatos que dan
testimonio de una deplorable creencia en la exactitud y en la verdad. Aunque no
me mueva, aunque no viaje, hago, como todo el mundo, mis viajes inmóviles que
sólo puedo medir con mis emociones, expresándolos de la manera más oblicua y
desviada en mis escritos. ¿A cuento de qué traer a colación mis relaciones con
los homosexuales, los alcohólicos o los drogadictos, si puedo experimentar
en mí efectos análogos a los que ellos obtienen por otros medios? Lo
interesante no es saber de qué me aprovecho, sino más bien si hay quienes hacen
tal o cual cosa en su rincón, como yo en el mío, y si es posible un encuentro
azaroso, un caso fortuito, no alineaciones o adhesiones, toda esa bazofia en la
que uno se supone ser la mala conciencia que tiene que corregir al otro. No te
debo nada, y tú a mí tampoco. No tengo ninguna razón para acudir a vuestros
guetos, ya tengo los míos. El problema no fue nunca la naturaleza de tal o cual
grupo exclusivo, sino las relaciones transversales en las que los efectos
producidos por tal o cual cosa (homosexualidad, droga, etc.) pueden siempre
producirse por otros medios. Contra aquellos que piensan “soy esto, soy
aquello”, y que lo piensan aún de una manera psicoanalítica (refiriéndose a su
infancia o a su destino), hay que pensar en términos de incertidumbre y de
improbabilidad: no sé lo que soy, harían falta tantas investigaciones y tantos
tanteos no narcisistas ni edípicos (ningún homosexual puede decir con certeza:
“soy homosexual”). El problema no es ser esto o aquello como ser huma-no, sino
devenir inhumano, el problema es el de un universal devenir animal: no
confundirse con una bestia, sino deshacer la organización humana del cuerpo,
atravesar tal o cual zona de intensidad del cuerpo, descubriendo cada cual qué
zonas son las suyas, los grupos, las poblaciones, las especies que las habitan.
¿Por qué no tendría derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de
ella como un perro? ¿Por que no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si
hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier
cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial,
sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan? Si la
droga produce a veces delirios, ¿por qué no podría yo delirar sobre la droga?
¿Qué vas a hacer tú con tu “realidad” propia? Chato realismo el tuyo. Pero,
¿por qué me lees entonces? El argumento de la experiencia reservada es un mal
argumento, además de reaccionario. La frase de El Anti-Edipo que más me gusta
es esta: “No, jamás hemos visto esquizofrénicos.”
¿Qué hay, pues, en tu
carta? En resumidas cuentas, nada tuyo salvo ese hermoso pasaje. Un conjunto de
rumores, de “se dice”, que tú presentas ágilmente como si viniesen de otros o
de ti mismo. Puede que tú lo hayas querido así, una especie de pastiche de
ruidos envasado al vacío. Se trata de una carta mundana y bastante snob. Me
pides un “inédito”, y luego me escribes maldades. Mi carta, por causa de la
tuya, tiene el aspecto de una justificación. Pero no hay que exagerar. Tú no
eres un árabe, eres un chacal. Te esfuerzas en hacer que me convierta en todo
aquello en lo que me acusas de haberme convertido, pequeña vedette, vedette,
vedette. Yo no te pido nada, sino que —para terminar con todos los rumores— te
mando todo mi cariño.
Gilles Deleuze, Conversaciones 1972-1990 (Traducción de José Luis Pardo).
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