Leer a Víctor Bustamante es como sentarse frente a esa
otra cara del espejo que tanto esquivamos, la que no queremos atender por la
segura desnudez que nos depara. Ya había transitado de su mano por los
derruidos pero nunca olvidados teatros de Medellín, luego de la magnífica recuperación
que el autor hace en “Medellín: cine & cenizas”, y ahora me devuelve a esos
amados años cuando la revolución era un imperativo e ingenuamente se creía que estaba a la
vuelta de la esquina. Supe esperar el tiempo propicio para el encuentro con “Amábamos
tanto la revolución” y ahora vuelvo de ese pasaje con la mirada en alto pero
esquiva, pues nada me parece seguro, mucho menos la escritura. Sin embargo,
como en el cuento de Mrozek, de nuevo recuerdo que “cuando el inconformismo no
es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución”.
Y no hay que ir prevenido, pues quien vaya en busca de discursos desgastados o queriendo
hacer un mea culpa por lo que pudo haber sido y no fue o quizás, con aires de
triunfalismo ante ciertas derrotas, no va a encontrar ese lugar común lleno de
añoranzas. La revolución que logra Víctor Bustamante es precisamente el despojarse
de esos lugares comunes que se han proclamado como tópicos de las literaturas
convencionales. Tomando como escenario esa ciudad lacerada que recorre una y
otra vez, esa “calle de un solo sentido”, el autor nos va entregando sus más
secretas pasiones: el voyerismo congénito, la insubordinación ante tanto
academicismo, la reafirmación del cuerpo propio como un territorio de lucha, el
descreimiento frente a los discursos mercantilistas y la apuesta por una “literatura
menor”, la de la medianoche, la de la sombra, la del golpe vital que permite
reírse del fracaso.
Desde el comienzo hay una declaración de principios
del autor, quien sin ningún tapujo confiesa cómo traspasa los cuerpos que
ansiosos se lanzan a la calle y al mismo tiempo se ve pasar a sí mismo alentado
por el cinismo:
“Y tenía que ser una tarde. Distraído,
vagaba por Junín, perdido entre el gentío, cazador visual, escudriñaba en el
trasero de una muchacha el nacimiento de un panti que en su encogimiento
escribía una “V”, especie de prenda interior no clasificada en mi archivo de
traseros ilustres. Me alarmé, otra vez me encontraba desactualizado en la moda
de ropa interior. Las muchachas comenzaban a utilizar tangas, esa prenda subversiva
que abrió mis ojos al culo femenino. Me aproximé unos pasos, del pantalón
blanco se transparentaban las bragas. El lado izquierdo amenazaba con ser
tragado, hacía mala caligrafía como que su dueña no repasaba la escritura de
halar bien para que tallara parejo en ambas nalgas y formar una perfecta “V”.
¿Pero qué pasa? ¿Por qué me
interesa más la política, el cine, la literatura, que la vida? Además era más
benéfico cazar visualmente traseros en la calle que patos salvajes en una noche
fría, no es que me diera un ataque de ecología, nada de eso…”
Más adelante interroga cómo surge su propia apuesta por la
literatura, tras dejar de lado la formación en economía y haber aprendido el
catecismo de cómo nos determinan las relaciones de producción. Es en la
escritura donde encuentra más próxima la revolución – la forma misma en que
está escrito el libro, se aparta de la tradición narrativa, dándole soltura y
autonomía a los capítulos –, donde las máquinas productivas se acoplan a otros
movimientos, a otros deseos y donde no se le teme a la quietud, al ocio de
quien no pasa las horas cumpliendo el mandato de los horarios laborales.
“Cobarde, aplazaba mi vida que
es la escritura por asomarme a los terrenos fangosos de una carrera liberal, ahora olvidada, apenas
un pretexto. La sed de la escritura ganaba terreno, parte vital: contarme los
cuentos que nunca escuché ni los relatos absurdos que nunca leí. La escritura
otra droga más alucinante que cualquiera de las blandas o las llamadas duras,
cuando se toca fondo, el alma se sacude y se agrieta (…) Así aparecía el océano,
el desierto sin perforar por mi huella de la página en blanco: una ventana sin
horizonte definido, apenas el estrecho margen de cuatro líneas en esa simple
sucesión de puertas donde imprimía esa corriente de la memoria que fluye. Recordaba
los vanos intentos de dejar deslizar el pensamiento, convertida la página en el
marco para las palabras que pudiera apresar; porque el pensamiento va más
ligero, mientras las palabras se hacen cada vez más escasas, apenas sostenidas
por la memoria que las obligaba a expresarse…”
Habíamos dicho que Medellín era el espacio de la
narración, la ciudad que Víctor recorre una y otra vez, pero para él no reviste
el consabido espacio ideal, la ciudad soñada y exaltada por el regionalismo
antioqueño. Como viajero nocturno sabe del horror que serpentea en las aceras y
no se niega a auscultarlo y escribirlo:
“Los pasos maquinales llegaron
a ese castillo derruido, que no es ningún castillo. Donde alguna vez existió
una prisión: la Ladera: sus muros cariados, desconchados, las garitas: nidos de
murciélagos. Y fue que obtuve las luces de ese campo sembrado de luciérnagas de
neón, fresas luminosas, curazaos, claveles, orquídeas y rosas podridas
arrojadas sobre el valle que eran los faros, el jardín secreto de Medellín
revisitado desde otro ángulo al vaho de las tres de la madrugada. La atmósfera,
espesada en medio de la estolidez, más bien bajado.
Y qué digo: “Puta mía, que te
ofreces generosas, que muerdes mi hombro, que cercenas mis alas rotas, puta que
me dejas después que amor nos hace, Villa de villanos, Puta como la que más,
que todo lo engulle. Ahí permaneces con tus afeites, tus sediciones y
seducciones, coto de caza, vieja alcahueta, muda, ciega celestina. Puta de
todos los vicios que engulles a tus hombres, a tus pioneros procaces, a tus
fundadores dormidos, a tus chulos de mierda. Valle amurallado por montañas
arrugadas como una vieja cobija donde se comparten los amores. Desde aquí te creo
escuchar Sardella en calzoncillos.
Oh, valle de los nutabes en la
Otrabanda. Indios perezosos alzando su nalga en plena reunión para defecar. Villa
de Aná, Villa de la Candelaria con sus exlibris, Ciudad de la eterna primavera,
Capital mundial del crimen. La bella villa, la villa beya, la viya veya, la
biya bella, la bella hebilla, la hebilla de Villa que ahorca el cogote. Medellín,
Medeying, Medejeans. Sodoma y Gomorra de gorra. Laberinto de pasos, ahora que
ardes mirada desde el aviso de Coltejer, adornada con fuegos fatuos, con ese rostro
que enseñas, pintarrajeado. ¿Dónde quedaste ciudad rezandera y maloliente? Con castillo,
sin impurezas, ni almenas, ni minaretes, ni troneras, ni batallas, ni adarves,
ni murallas, ni fosos, ni caballeros pendencieros, sin mesoneras, sin el
agrimensor que espera que bajen el puente levadizo, pero con un castillo construido
por Tobón Uribe para emular lo europeo de revistas viejas, sin las filigranas
de los campos de Escocia, después aprovechado como todo juguete local”.
Las revoluciones que nos entrega la obra son aquellas
que luego verían la luz con más fuerza: las de las feministas (aunque sin
idealizar su lucha, por el contrario, despojándola de ese tono pendenciero que
ve en todo hombre a un enemigo), la de las liberadas sexuales que combaten con
su cuerpo (sin dejar de enrostrarles la actitud fácil en la que se sustentan),
la de los homosexuales arriesgados, la de los drogadictos que sobrepasan todos
los niveles de tolerancia. No son los discípulos de Mao ni los fervientes de la
Juco, los que por aquí discurren, son los “raros” e intrascendentes que “pierden”
horas y horas en los cineclubes, bibliotecas, conciertos de rock o simplemente,
durmiendo a pierna suelta luego del interminable guayabo.
“Medellín, ciudad poblada de fantasmas como
tú, como yo, como nosotros. Yo, tu, ellos, sumidos en lo que algunos llaman
patria. ¿Era importante la realidad social o era apenas algo escuchado en las
emisoras? ¿O un chiste flojo? A quien podría importarle la situación de un
escritor cobarde, sin compromisos, escondido en su cabina de babas o en el
obituario de las calles. ¿Qué hace un escritor en su impotencia?: lamentos
buscando la perfección –esa cortesana-. Medellín, un cementerio o un dulce
sementerio. Reflexionando cínicamente cosas de esas, escondido en la impotencia
de mi cubil, mi nido amoroso cagado de excrementos, escondido en el delicioso
chantaje de querer ser lo que llamo un artista…”
Finalmente, luego de ver cómo Víctor Bustamante se
acicala ante el espejo de su ciudad mientras piensa en el ser del artista, no me queda otra opción que sentarme a su lado
para asistir a la proyección y soñar por un momento antes de que nos apaguen la
función.
La segunda edición de "Amábamos tanto la revolución" fue publicada en la colección Letras Vivas de Medellín, por la Alcaldía de Medellín y el Fondo Editorial Ateneo en el año 2014.
Imágenes tomadas de la circulación libre en la red
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