Como algunos de ustedes ya saben, el pasado 4 de enero, falleció mi amigo Óscar Alonso Restrepo, con quien había empezado un interminable diálogo desde hacía 18 años. Ahora he podido confirmar que "la muerte es esa ausencia que impone su presencia", sin ambages y de manera irrevocable. Y puesto que no soy un escritor repentino como para exorcizar con la palabra la aguda pena, he apelado a unos poemas del italiano Emilio Coco para sobrellevar este dolor y esta ausencia tan intensos.
Mi agradecimiento especial a Carlos Alfredo Triana por acompañar este tránsito con la remisión de los poemas.
Poema de Emilio Coco (Italia, 1940)
Cuerpo Ausente
I
Dime
que nos veremos enseguida,
antes
de que transcurra esta semana,
a
las once, mañana, en la avenida,
para
contarnos, caminando juntos,
las
cosas en que estamos trabajando.
Dime
que nos veremos en la finca
de
Emanuele, brindando a copa alzada
por
la amistad y escucharemos discos
de
los tiempos de cuando éramos jóvenes
al
calor del hogar con un buen vino.
Dime
que un día escribiremos juntos
el
más hermoso libro de poemas.
Yo
pondré las palabras más humildes,
tú
la magnificencia de la forma
que
heredaste de los antiguos griegos.
Sé
que no puede ser cierta tu muerte.
II
Me
apretaban la mano, me besaban
palmeándome
el hombro, presurosos.
¿Cuántos
eran? ¿Dos mil? ¿Cuatro mil? Como
un
autómata respondía gracias,
y
miraba aturdido aquella turba
que
no se terminaba, se agolpaba
en
la calle, tras el portal abierto.
III
Dejadme
ya con ellos, con mis muertos.
Con
tía Franca y su tímida sonrisa
dentro
del marco oval de oro falso,
que
se angustia las veces que no acudo
a la
cita habitual de cada sábado.
Debajo
está tía Gina que ha llegado
en
enero de este año a mi despecho,
sin
avisarme se marchó en el día
del
bautismo de Alessio. No debías
hacerme
esta injusticia. Te he llorado
encerrado
en mi cuarto en Espinardo
mientras
comían paella con mariscos
y
brindaban con cava catalán.
Un
poco más arriba están mis padres,
él
con trinchera y el cabello espeso,
ella
con traje negro, demacrada.
Finalmente,
lindando con el techo,
reunidos
todos en el mismo nicho,
la
madre y dos hermanos de las tías,
el
abuelo Michele que leía,
para
pasar el tiempo, la Gaceta
mascando
caramelos que compraba
con
el diario en el bar de calle Roma.
Para
ti hemos guardado el mejor sitio,
a la
vista de todos, en el centro.
Faltan
sólo la lápida y la foto
IV
Sé
que ya no será como era antes.
Te
doy las gracias, aunque con retraso,
por
haberme explicado que en poesía
sólo
es cuestión de música y de ritmo.
Me
lo dijiste cuando te enseñé
la
traducción de mi primer poeta,
Francisco
Bejarano. Me iniciaste
en
los secretos del endecasílabo,
tu
metro favorito. Me ayudaste
a
escribir en mi lengua aquellos versos
con
los que comenzó mi vida insana:
Col mare se ne vanno i desideri.
È la terra quel mondo dove mai
le barche misteriose approderanno
Con
extrema paciencia corregías
mis versos insonoros, algo cojos
mientras
me atormentaba todo el día
contando
con los dedos los acentos
a la
búsqueda exacta de la rima.
Sé
que ya no será como era antes.
V
Tus
amigos me dan la mano y dicen:
Te
expreso mi sincera condolencia.
Estaba
con mis hijos en la playa,
y lo
he sabido sólo el otro día,
acabado
el entierro, pues lo siento.
Mis
amigos me abrazan compungidos:
En
la playa no me ha avisado nadie.
Lo
he sabido leyendo las esquelas.
Créeme,
por favor, lo siento mucho,
anímate,
no puedes hacer nada.
Con
la cabeza gacha y paso rápido,
tomo
las calles menos frecuentadas.
Soy
un gran egoísta. No deseo
compartir
con los otros mi dolor.
VI
Y
tus libros ¿qué harán en el estudio?
Así
es como llamabas al garaje
de
unos sesenta metros que compraste
para
hospedarlos todos a la vista
en
brillantes estantes alineados
en
las paredes hasta el cielorraso.
Sentado
tras la mesa, con cuidado
los
ibas anotando en un cuaderno
con
tu bonita y nítida grafía,
tardaré
mucho tiempo, tengo tantos,
nunca
los he contado. ¿Veinte mil?
Creo
que aún más. Si vienes a ayudarme
dentro
de un mes los ficharemos todos.
¿Advertirá
la falta alguno de ellos
de
una caricia leve por su lomo?
¿Te
llorarán los clásicos latinos,
tu
querido Catulo, sobre todo?
Lo
habías puesto en la última repisa,
enfrente
de la mesa. Te bastaba
levantar
la cabeza, asegurarte
de
su presencia tranquilizadora.
Os
contemplabais con los ojos lánguidos
de
dos enamorados incurables.
VII
Volveremos
a vernos en un mundo
en
que el sol resplandece todo el día
sin
que llegue a quemar, porque las olas
nos
envuelven dejando en nuestro cuerpo
una
frescura dulce y perfumada.
Y
seremos eternamente jóvenes,
formaremos
un corro con poetas
que
amamos y que esperan impacientes
nuestra
llegada para cantar juntos
sus
versos y los nuestros, cortejados
por
el son de los árboles. Sus hojas
son
cítaras movidas por la brisa
que
aturde acariciando los sentidos.
Luego
nos perderemos por un bosque,
lejos
del alboroto de la gloria
que
un día perseguimos en la tierra.
Recordando,
cogidos de la mano,
bobadas
de otros tiempos, nos reiremos
de
tanto esfuerzo para distinguirnos
de
la anónima turba chupatintas.
[1] Es la primera traducción de Emilio Coco al italiano, de cuatro versos de un poema de Francisco Bejarano,
titulado Bahía, que dicen: “El mar se llevó siempre los deseos. / La tierra es
ese mundo adonde nunca / arribarán los barcos misteriosos / que he mirado pasar
con el crepúsculo”.
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