Uno pensaría que insistir en escribir sobre la Colombia desangrada, vuelta tantas veces en contra de sus hijos, ahogada durante décadas en su propio horror, exhausta de tanta sangre que nos ha salpicado hasta el alma es algo que ya no trae novedad creativa, pues la información abunda y las páginas que sobre esa temática se han escrito ya sobrepasan cualquier estadística. Pero aunque la lógica de este argumento reclame su razón, la buena literatura siempre tiene elementos contundentes para irrumpir frente a las lógicas omnímodas y traernos novedad, nuevas miradas, nuevos ejercicios de memoria, nuevos ángulos y también para corroborarnos que aún no se han acallado todas las voces.
Juan Carlos Pino Correa logra conjugar en una nouvelle de solo 120 páginas, la voz de las víctimas, de los exiliados, de los masacrados, de los familiares que no olvidan a sus seres desparecidos, y lo hace con frescura narrativa, con sencillez descriptiva, con el ímpetu y arrojo de las voces de a pie, de las que tejen la historia sin alardes de retórica. Y a todo esto le suma un plus en algunos apartes (como el que les trascribo más abajo) con espíritu y voz poética.
Los invito a que descubran a este juicioso autor que desde el Cauca nos entrega una narrativa para no olvidar nuestra historia por más dura que sea, pues, olvidaba decirlo, el hecho sobre el que se basa su trabajo novelístico fue la brutal masacre de Los Uvos, ejecutada en los municipios de La Vega y Piedrasentada en el departamento del Cauca, el 7 de abril de 1991.
A continuación les comparto el fragmento de No solo la noche es Oscura, titulado "Quince"
Quince
Dos piedras tenía él. Una en cada mano. Yo imagino el momento en que, instintivo, se agachó y las cogió del borde de la carretera como si ellas pudieran protegerlo.
Ingenuo. Muy ingenuo.
Es muy probable que un minuto antes haya escuchado disparos.
Previo a ese repiqueteo de muerte yo lo imagino apurado, cortando la carretera por los atajos para hacer más corta la travesía, silbando a pesar de la prisa por llegar al pueblo, o quizá por ello, porque sabía que no faltaba demasiado para estar en casa. pero los disparos cortaron la melodía y él aligeró aún más el paso entre los matorrales para ver qué era lo que sucedía.
Eran disparos, sí, podía reconocerlos en esa tarde de domingo que menguaba.
Cuando salió de nuevo a la carretera sin asfaltar se horrorizó con la escena que apareció ante sus ojos.
Nunca sabremos si la muerte ya había acabado su festín o si apenas lo iniciaba, pero sí sabemos con certeza que él se agachó y cogió dos piedras, no tan pequeñas, no tan grandes. Una en cada mano. A lo mejor los ocho rostros de la muerte se burlaron al verlo tan sorprendido o tan valiente. Quizás a esos rostros se les desencajó la mandíbula de tanto reír a carcajadas y terminaron babeando sus camuflados verde oliva mientras se acercaban para señalarlo con aquellas armas que parecían ramificaciones malévolas de los brazos, mutaciones provocadas por la sevicia y la maldad.
Pero él no dejó caer sus piedras.
Por el contrario, las apretó con más fuerza y fue capaz de sentir la dureza de sus bordes, el poderío que contenían adentro. Ellas habían contribuido a erigir castillos y a derribarlos. Y también imperios. Estoy segura de que se aferró a las piedras con vehemencia como si el mundo estuviera a punto de desplomarse y solo el contacto con aquel poderío extraño e infinito pudiera llegar a ser el santo y seña de la salvación. Quizá las apretó tanto que sus dedos llegaron incluso a engarrotarse mientras veía impotente cómo se habían apagado unos rostros conocidos bajo los relámpagos cegadores. Es probable también que haya pensado en lanzar las piedras, o que las haya lanzado aunque sin tino alguno y enseguida se hubiera agachado a recoger otras dos. La única respuesta a su osadía fue el renacer de unas risas infames que consumieron la última luz de la tarde. En esa oscuridad nueva, o en esa oscuridad eterna, los ecos amplificados de las risas se hicieron más punzantes, como si fueran una especie de banda sonora con aires macabros y apocalípticos, una banda sonora que habría de marcar los compases y los ritmos de lo que sucedería enseguida.
Pese a la resistencia y al instinto, los muchos brazos de la muerte le hicieron doblar el cuerpo hasta hacer que su pecho y su boca tocaran el suelo. Entonces él cerró los ojos con fuerza, con toda la fuerza de que era capaz, y dejó que los insultos pasaran sin rozarlo porque se puso a pensar en que la tierra que ahora tocaba era la misma tierra que él había arado, la tierra que él había sembrado, la tierra donde había echado raíces como esposo, como padre, como hijo, la tierra donde se hizo profesor y donde también se fortaleció como campesino.
Supo con certeza que ya se había hecho de noche para todos cuando sintió que aquella tierra tan suya, la tierra donde ahora yacía, estaba humedecida. Sí, humedecida, no de lluvia ni de rocío sino de sangre. La de él, la de las otras víctimas y la de la humanidad entera.
Juan Carlos Pino Correa es un escritor colombiano nacido en Almaguer, Cauca, en 1968. Ha publicado las novelas Hojas sin nombre, Los habitados, Noche de fusiles y La piel sagrada, y el libro de relatos Los escaques y la noche, así como las crónicas de viaje Mirada al Sur y Hacer camino en la Mancha. Desde el año 2000 se desempeña como profesor del Departamento de Comunicación Social de la Universidad del Cauca (Popayán). Es comunicador social, abogado y Ph.D. en Investigación en Artes y Humanidades.
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