jueves, 4 de julio de 2019

Foucault Investigador Implacable


Por Manuel Guillermo Rodríguez (1)

I
En 1969, cuando apenas iniciaba su fulgurante carrera dentro de aquella década especial de los sesenta, Foucault fue invitado a presentar una obra del bastante desconocido, por entonces, Gilles Deleuze, -ni siquiera había logrado la plaza de profesor universitario en Paris- él inició con esta frase atrevida:
“Durante mucho tiempo creo que esta obra (es la Lógica del sentido), girará por encima de nuestras cabezas, en resonancia enigmática con la de Klosowski, otro signo mayor y excesivo. Pero tal vez un día el siglo será deleuziano”.
 Hoy nosotros al preguntarnos después de la sesión pasada sobre la militancia, intentaremos elucidar ¿cómo trabajaba? ¿cómo logró elaborar lo que denominó su caja de herramientas? ¿cómo logró encarretar a personas como Mario Calderón en sus pesquisas?  Y, entonces debemos parafrasearlo afirmando que tal vez un día, este siglo -el XXI-, ya es foucaultiano. Pero, antes, para aprovechar el receso que impone digerir esta tesis, escuchemos la terminación de su presentación que tituló Teatrum filosóficum:
No es un pensamiento por venir, prometido en el más lejano de los recomienzos. Está allí en los textos de Deleuze, saltarín, danzante ante nosotros, entre nosotros; pensamiento genital, pensamiento intensivo, pensamiento afirmativo, pensamiento acategórico -todos los rostros que no conocemos, máscaras que nunca habíamos visto-; diferencia que no dejaba prever nada y que, sin embargo, hace volver como máscaras de sus máscaras a Platón, Duns Scoto, Spinoza, Leibniz, Kant, todos los filósofos. Teatro de mimos con escenas múltiples, fugitivas e instantáneas donde los gestos sin verse se hacen señales: teatro donde, bajo la máscara de Sócrates, estalla de súbito el reir del sofista… Y en la garita del Luxemburg (parque de Paris), Duns Scoto pasa la cabeza por el anteojo circular; lleva unos considerables bigotes; son los de Nietzsche disfrazado de Klosowski.   
¿Porqué afirmo esta tesis? Para responder vamos a meternos en el corazón del tema anunciado, su epistemología, en medio de unas consignas que inundan nuestra actualidad como son; las de aborto libre, respeto a la vida LGTB, derechos al matrimonio gay, eliminación de la discriminación racial, luchas que condimentan las del siglo pasado contra el poder neoliberal. Puesto que su epistemología sería desde el inicio, no sólo especulativa y conceptual, sería histórica y concreta.  La primera época de la obra de Foucault, los años 60, tiene unos puntos de referencia simbólicos que debemos señalar: en primer lugar, la Historia de la locura (1961) -su tesis doctoral- sobre la cual su jurado Georges Canguilhem tuvo una primera explosión pues le dijo: Si esa hipótesis que manejas fuera tan cierta ya se habría sabido… (Que la locura es una construcción social -era la hipótesis-). Pero también había pasado Nacimiento de la clínica (1963), una obra que parecía escandalizar sobre los métodos con que avanzó la ciencia médica (la de su padre), pues la bajaba de los cielos espirituales a la anestesia, los narcóticos, los tumores y las cirugías descarnadas de un matadero. También estaba el único libro hasta ahora escrito a favor de la literatura incomprendida del poeta loco Raymond Roussel (1963).
Pero el gran revuelo en el mundo intelectual de Francia se desató cuando apareció el libro Las palabras y las cosas, (1966) una disección de las ciencias sociales que mostraba que, como en un juego de espejos -a partir de su genial interpretación del lienzo “Las Meninas” de Velásquez-, se diluía la imagen del hombre por entre las manos del conjunto de las ciencias modernas, y con ellas el socorrido humanismo alcanzado por la civilización occidental. Nada se salva y el hombre queda convertido en una figura en la arena a merced del oleaje marino; pero él exhibía una exuberante argumentación abordando desde la lingüística hasta la economía -todas las ciencias humanas-, argumentación que no daba lugar más que al aplauso de buena parte de la hastiada intelectualidad europea y a la reclusión hacia sus fuentes del resto, o sea el pensamiento filosófico clásico. Después (en 1969) apareció Arqueología del saber y con ella la respuesta de la izquierda marxista reclamando su supuesta exclusión. Así aparece Lo que digo y lo que dicen que digo, una entrevista que se volvió artículo de prensa en respuesta fuerte a esa izquierda dogmática que aún perdura. Pero, entonces, él ya era una figura que comenzaba a plantear una nueva historia, la genealogía, inspirada en Nietzsche, pero llevada al taller, es decir aterrizada en el suelo de la lucha de clases y no -como es el caso de éste- en la música genial, pero reaccionaria de Richard Wagner.
Mientras se digiere este pastel tan complicado, que era su primera epistemología, una anécdota que su madre le cuenta a Didier Eribón -su biógrafo-, sobre cómo llega a la escuela cristiana y a la historia.
El Foucault adolescente (14 años) se siente rechazado en el ambiente de su escuela pública -tenso por la guerra- en donde se ha aglomerado cantidad de refugiados que lo ven como un burgués (su padre era un notable cirujano de la ciudad -Poitiers- a más de 300 km de París). Entonces la madre se adelanta a los acontecimientos y le lleva a una escuela católica que, sin embargo, no es la de mayor categoría entre las privadas. Allí encuentra a un cura benedictino, que siendo un erudito vivía en la mayor pobreza como párroco de un pueblo vecino y dictaba clases de historia de manera tan documentada y entusiasta que generaba la mayor indisciplina entre los alumnos. La madre revela, además, que era el maestro que había tenido mayor influencia sobre Paul Michel y además le había llenado de pulgas el auto cuando en alguna ocasión le había recogido en el camino, con su raída mochila, llena de libros. El adolescente, entonces, sentaba en la sala a sus hermanos, para repetirles animadas lecciones de historia.    
II
Con la genealogía y la vinculación al Collège de France, no olvidemos las implicaciones académicas y sociales que tenía esta distinción después de las grandes jornadas universitarias y la represión; se abren frentes claros de confrontación intelectual con el Poder, por un lado, con el estructuralismo -al que cataloga, fríamente, como un periodo de formalización necesario para apaciguar los humos de la modernidad y compartido con Lacan y Levi-strauss-. Pero, por otro lado, con el capitalismo bajo la figura del neoliberalismo. El orden del discurso (1970) que fue su conferencia inaugural en el Collège y el homenaje a su maestro Hippolite, Nietzsche la genealogía, la historia  (1971), marcarían una nueva etapa en el proceso de investigación, sobre el eje de una nueva historia que testimonia un Deleuze, conmovido ante su muerte (1986), en su libro homenaje Foucault, donde lo cataloga como archivista y cartógrafo que no hace una historia de los sujetos sino de los procesos de subjetivación, bajo los plegamientos que se efectúan en el campo ontológico y el social. 
Pero todo conduce al Grupo de investigación de las prisiones (GIP), como un trabajo de investigación de campo que termina cerrado por presión oficial; y, a través de él, a informes plasmados en textos: Moi, Piérre Riviere (1973); Vigilar y Castigar (1975) y La vida de los hombres Infames (1977); es decir, a una historia que ya no es la tradicional, una historia que saca de quicio a la seriedad académica; que se mete en las cloacas de la sociedad pero es allí donde devela los dispositivos que generan el miedo, el asco y -lo más importante- las fuentes de la sumisión en la sociedad. Pero la substancia de esta investigación que parece loca, va a aparecer más tarde. Paralelamente, sus cursos anuales en el recinto sagrado de la investigación francesa derrochan sabiduría y sofisticación conceptual, con las aulas llenas y con equipos auxiliares dará: Lecciones sobre la voluntad de saber, Los anormales, El poder psiquiátrico, Defender la sociedad, La sociedad punitiva, El gobierno de los vivos, Hermenéutica del sujeto, junto con los mencionados: Seguridad, territorio y población, Nacimiento de la Biopolítica y El coraje la verdad.  
En este espacio, Foucault esculca todos los rincones de la bibliotecología francesa, pero sus investigaciones van tomando una fisonomía política que conduce a replantear el panorama de la teoría política moderna, porque la combinación de genealogía y materialismo histórico va mostrando no sólo las clases, los sujetos sociales; sino que va configurando, además, los procesos de legitimación del poder político y, mucho más en el fondo, los dispositivos de configuración de los sujetos, que después se denominarán por obra de Deleuze y Guattari: micropolítica. El estado no sólo es una bestia magnífica, sino que biopolíticamente, la culpa, la concupiscencia y el miedo penetran por dentro y por fuera, copando la vida social con la sumisión, primero como Poder Pastoral, luego como Poder Liberal y luego como Estado Global neoliberal. De manera que los procesos sociales, que hasta el momento rasguñan la cáscara de la dominación creyendo que revolucionan el mundo al entregar bienes y redistribuir en mayor escala, están así destinados a fracasar; pues dejan intacta el alma del capitalismo global, es decir: las estructuras de gobernabilidad, y sus dispositivos religiosos, jurídicos, estéticos y psicológicos.
En mi libro Foucault. Fantasmas del neoliberalismo ya he intentado desarrollar una reflexión sobre esta fase epistemológica del pensamiento de Foucault y ahora sólo intentaré resumirla, sosteniendo que aún vale la pena llamar la atención un punto parcial, para que se valore su aporte, pues fue la primera formulación filosófica sobre que el origen del neoliberalismo no está en el liberalismo inglés del siglo XIX, sino que surge -esto es lo que encuentra en su investigación- de la filosofía finamente idealista de Husserl, quien con sus discípulos economistas generaron una alternativa más reaccionaria -muy cercana al fascismo- capear las crisis capitalistas de posguerra, sustituyendo el llamado estado de bienestar que los economistas ingleses -como Keynes- proponían, frente a la amenaza del avance socialista. Había que crear un microdispositivo para hacer inmaterial el mercado y seducir con él a las nuevas mentes avarientas con la ilusión del futuro, la tecnología, conquista del espacio, etc. etc., en fin, sólo ideas. Los dispositivos de poder los aportarían además los bolcheviques y los nazis: era la explosión de los medios masivos de comunicación y la industria cultural.
Mientras digerimos esta pastilla laxante una pequeña lectura edificante: Maurice Florence -seudónimo que adopta, poco antes de morir para firmar una autobiografía en el Diccionario de filósofos de la P.U.F. (prensas universitarias de Francia)- presenta así al “controvertido” filósofo Michel Foucault:
Sin duda todavía es demasiado pronto para apreciar la ruptura introducida por M.F., profesor en el Collége de France (cátedra de historia de los sistemas de pensamiento) desde 1970, en un paisaje filosófico dominado hasta entonces por Sartre, y lo que éste designaba como la filosofía insuperable de nuestro tiempo: el marxismo. De entrada, desde Histoire de la folie (1961), M.F. está en otra parte. Ya no se trata de fundar la filosofía sobre un nuevo cógito, ni de desarrollar en un sistema las cosas ocultas hasta entonces a los ojos del mundo, sino más bien de interrogar este gesto enigmático, quizás característico de las sociedades occidentales, por medio del cual se ven constituidos unos discursos verdaderos (y, por tanto, también la filosofía) con el poder que se les conoce.

III
Con esto pasamos al último escalón de este ascenso a la estructura epistemológica de Foucault. Todo empieza con un tema algo confuso alrededor de Nietzsche y una flecha. Cuando preguntaron a Habermas por Foucault, él, como las respuestas de las reinas de belleza que uno no sabe si están de acuerdo o no, tituló un artículo: Apuntar al corazón de la modernidad. Pues bien, efectivamente Foucault -igual que Nietzsche apunta al corazón-, pero su Maldición sobre el cristianismo (conocida como El anticristo), que parecía ser, a finales del s. XIX, una obra digna de cuidado en el pensamiento occidental, sin embargo, resulta menos eficaz, concienzuda y contundente que la de Foucault y ahora, con la publicación de el IV volumen de la historia de la sexualidad, se termina de constatar. No en vano los apuros del papa Bergoglio no paran de acrecentarse en el mundo católico en torno a los pederastas y el aborto, y adquieren, por lo que respecta al cristianismo, dimensiones mundiales.
Pues bien, la última etapa de la investigación foucaultiana involucra una epistemología, que tal vez fue lo que cautivó a Mario Calderón, quien tan pronto regresó de Francia colgó los hábitos y con Elsa Alvarado formó una sociedad ejemplar que los llevó a la muerte. ¿Qué es lo que contiene esta etapa en la investigación? Después de desnudar la locura como una construcción social que discrimina a un sector. De sacar a la luz el misterio no tan antiséptico de la clínica. Después de exponer las vergüenzas del sistema carcelario y de sembrar de dudas el camino de la Psiquiatría. Aborda, parafraseando a la crítica errónea de Sartre, la tarea de hacer un graffiti sobre el muro que sigue siendo un baluarte imprescindible de la burguesía, el cristianismo. He ahí el sentido profundo de La historia de la sexualidad, en donde ésta -como una dimensión particular pero esencial-, es develada como un dispositivo que el Poder maneja y explota, hace más de dos mil años.
Así, aborda la investigación sobre la sexualidad con todo el peso del estudio del Poder, la Biopolítica, desde una historia múltiple, genealógica, sin desconocer, tampoco, la trascendencia de su homosexualidad al adentrarse en el laberinto de la interioridad, en los procesos de construcción de subjetividad. En una entrevista durante su visita al Japón (1970), anuncia implícitamente el campo dentro del cual se movería esta arista de su investigación, dice: En el oriente el sexo es de la competencia del arte mientras en occidente se ha convertido en una ciencia … o en una técnica (agregaríamos ahora). Y, para él, amante de la vida buena, los cultores del Kamasutra le abrieron un campo que ya venía olfateando. Años después, en una entrevista en donde le provocan diciendo que para los niños el sexo es una prisión, él responde: Ello deriva de la idea de que la sexualidad no está fundamentalmente allí donde el poder tiene miedo; sino que ella está, sin duda más presente en aquello a través de lo cual él (el poder) se ejerce, ahora comenzaba a esbozarse la hipótesis.
Entonces, en los siguientes 14 años acumulará abundante documentación que se entrevera con los seminarios, con el estudio de la sociedad moderna y el proceso de formación de su Estado. Y, a partir de allí, se va hilvanando una historia de la sexualidad a partir del tabú que comienza a descorrer su misterio en la sociedad moderna: nosotros los victorianos (los hipócritas) así inicia desafiando en su primera entrega “Lo propio de las sociedades modernas no es que hayan obligado al sexo a permanecer en la sombra, sino que ellas se hayan destinado a hablar del sexo siempre, haciéndolo valer, poniéndolo de relieve como el secreto.” La voluntad de saber, le tituló (1976).
Sin embargo, duró madurando el capítulo siguiente por 8 años, de seguro tenía muchos vacíos sobre su plan, puesto que lo cambió para publicar en 1984 una segunda entrega que se dividió en dos tomitos: El uso de los placeres y El Cuidado de sí. Parece que la magnitud de su propósito le obligaba a trasladarse a la antigüedad griega para buscar el cómo y el porqué había ocurrido en occidente, esa monstruosa deformación de un fenómeno tan natural como el sexo; cuyas raíces habían crecido por otros rumbos en oriente y en el resto del mundo conformando diversas redes culturales. Se había por supuesto presentado una peste en el mundo eurocéntrico, aparte de la peste del oro, de la del insomnio de García Márquez y otras como la tematizada por Todorov, la cuestión del otro; era la peste del sexo –lo señaló Foucault al presentar el primer tomo pues tituló un ensayo de presentación: Non au sexe roi. No al sexo rey; y explica al periodista asombrado del Nouvel Observateur, “es que quiero seguir un hilo muy fino, aquel que, a través de tantos siglos, ha ligado en nuestras sociedades, el sexo con la búsqueda de la verdad”.
Ahora, cuando recibimos el tercer tomo -que como vimos se volvió cuarto- es cuando pretendía entregar un mayor avance de su investigación; no podríamos saber si se trata también de la culminación de su epistemología; lo que sí podemos asegurar es que constituye la coronación de la maldición más completa del cristianismo, en eso que hemos llamado investigación implacable. Porque es ahora cuando redondea todo el recorrido por la sexualidad en occidente -ojo- porque empieza por la sexualidad en occidente, pero termina imponiéndose a todo el mundo con el capitalismo y la globalización y, tal vez, se trate de una epistemología que, evocando el estilo minucioso de Marx, examina todo lo que encuentra al alcance, para redondear una síntesis creativa del problema y sacarlo a discusión. Ahora quedan al aire los trapitos al sol de 400 años de construcción de un dispositivo cuidadosamente elaborado por la intelectualidad -si así llamamos hoy a esa crema que se denominó la Patrística, o sea, toda una tradición de intelectuales cristianos que cimentaron el poder de la Iglesia occidental, incluyendo los que por el camino fueron expulsados y castigados como herejes-. Todo el proceso de formación que va de los neoplatónicos a San Agustín, que Foucault termina recorriendo para explicar los fundamentos de un Poder Pastoral basado en el miedo, la intimidación y el pecado, una deformación de algo distinto a lo que ya había hallado en Grecia.
Toda la complejidad de la telaraña que logró meter en cintura al glorioso imperio romano, formando la red de una nueva gubernamentalidad y que, a la postre terminaría dominando al mundo entero, queda allí expuesta en esos orígenes misteriosos que la historia tradicional había pasado de largo. El ojo implacable del archivista mencionado por Deleuze, había comprendido que las sombras de la caverna de Bacon, la hipocresía del capitalismo victoriano, que los fantasmas oníricos del psicoanálisis -que, en fin, las técnicas de construcción de subjetividades contemporáneas- tenían una trayectoria más larga y era necesario devolverse a los griegos para encontrar el origen de una peste que malogró definitivamente a la civilización occidental: el cristianismo. Y era, casualmente algo cercano a su propia vida, el sexo, que a través del discurso cristiano de la confesión, de la virginidad, de la lividinización del deseo y su colocación como la base de la concupiscencia, quedó montado cual dispositivo eficaz para la sumisión y control de la sociedad. Sin embargo, el proyecto de llegar al siglo XX, aunque dejaba incompleta la historia, el enfoque mismo epistemológico la hacía innecesaria; pues el hilo entre el sexo y la verdad dejaba al descubierto que su conexión tenía una larga tradición y por ello, no era tan fácil superarla hacia la construcción de un hombre nuevo en el campo político y social. El poder, esa bestia magnífica, aunque se vista de seda china, o de frac, a la americana, a la francesa o de ushanka rusa, en todas las latitudes sigue siendo cristiana; para no ir tan lejos veamos la cotidianidad de la vida en la Cuba revolucionaria que tanto queremos.  
Para ilustrar el estilo expositivo de este último borrador, el IV volumen Las confesiones de la carne, tal vez en condición de producto inacabado pues las correcciones finales quedaron pendientes, pero que, en opinión reciente de Daniel Defert, -su compañero-, ya era la hora y la oportunidad para su publicación en función de las luchas de hoy y, además era una investigación  que le había costado mucho elaborar, en medio de la angustia del VIH, enfermedad que tenía para él, no sólo una clave médica, sino innegablemente una clave sociopolítica. Veamos este pequeño segmento del final:     
En pocas palabras, podemos decir que en el mundo antiguo el acto sexual se piensa como “bloque paroxístico”, unidad convulsiva en que el individuo se abismaba en el placer de la relación con el otro, al extremo de remedar la muerte. No era cuestión de hacer el análisis de ese bloque: sólo había que situarlo en una economía general de los placeres y las fuerzas. En el cristianismo, por el contrario; reglas de vida, artes de conducirse y conducir a los otros, técnicas de examen o procedimientos de confesión, una doctrina general del deseo, la caída, la falta, etc., dividieron ese bloque. La unidad, sin embargo, se recompuso, aunque ya no alrededor del placer y la relación, sino del deseo y el sujeto. Y se recompuso de manera tal que la difracción persistiera y el análisis fuera posible: era posible tanto en forma de teoría y especulación como en la forma práctica del examen individual, ya fuese a cargo del otro o de uno mismo. Y en estas últimas formas, el análisis no es simplemente (recomendado), sino obligatorio. De este modo, se llevó a cabo una recomposición alrededor de lo que, en oposición a la economía del placer paroxístico, podríamos llamar, una analítica del sujeto de la concupiscencia. Aquí se vinculan el sexo, la verdad y el derecho, mediante lazos que nuestra cultura tensó, en lugar de desanudar.       
        Es a esta conclusión que llega Foucault después de una larga exégesis de los textos que a través de 300 años desarrollaron los intelectuales de la Iglesia romana desde el libro de Clemente de Alejandría y su tratado El Pedagogo del siglo II, quien recoge toda la tradición cristiana hasta entonces, pasando por Casiano, Tertuliano, y apoyándose en el epistolario de San Jerónimo -el destacado doctor que elaboró la primera biblia oficial por encargo del papa- y finalmente, llega hasta el más famoso de los padres antiguos del cristianismo Agustín, el famoso San Agustín, quien es considerado como el verdadero fundador de la doctrina cristiana original con una  leyenda, similar a la de San Pablo, que  trascurre a final del siglo IV y el V, cuando nombrado obispo de Hipona escribe sus tratados; pues venía de una vida académica como expositor del neoplatonismo, un maestro prestigioso que, al convertirse en intelectual cristiano llega a ser considerado el más importante del primer milenio y sus obras consideradas doctrina iluminadora para el futuro.         
Entonces la tarea de construir un nuevo régimen de gubernamentalidad dejaba, y sigue dejando, la sensación de una meta inalcanzable, para satisfacción de quienes dominan en el mundo actual y para tranquilidad del papa Bergoglio. Sin embargo, para quienes -como el Foucault de la sesión pasada, luchador y militante de causas concretas, como el Assange que traicionado por el derecho internacional agoniza en Londres- la jornada no termina: se hace compleja y rica. No termina, ni como el rostro del investigador implacable con ejemplos como el del periodista Daniel Coronel, ni como el del militante orgánico como el Jesús Santrich que vimos, por fin, salir de la prisión. La memoria viva continúa en su camino -y son palabras de Walter Benjamin- para dinamitar la historia.          


(1) Manuel Guillermo Rodríguez:

Filósofo, Magíster y Doctor en Ciencias Filosóficas. Catedrático en las universidades colombianas: Pedagógica, del Atlántico, de Cartagena y Distrital Francisco José de Caldas. Ha publicado los libros: El ciudadano de Gris (1989), Colombia, intelectualidad y modernidad (1994), La filosofía en Colombia, modernidad y conflicto (2003), La paz perpetua (2004), ¿Filosofía política?... Al Sur (2007), Pioneros de la filosofía moderna en Colombia (2008), Foucault, la deconstrucción del neoliberalismo (2010), El pie izquierdo de la filosofía política occidental (2012), Antología filosófica de J. E. Blanco (2013), Ontología política desde el desarraigo (2014), Memorias de exilio y resistencia (2017).



Imágenes tomadas de la circulación libre en la red.

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