jueves, 22 de octubre de 2015

Carta a un crítico severo - Gilles Deleuze


Próximos a conmemorar los 20 años del fallecimiento de Gilles Deleuze (el próximo 4 de noviembre), les comparto uno de sus poderosos textos; con la potencia y la fuerza de quien ha enfrentado el Yo y cada vez ha puesto más en duda las "seguridades" del cuerpo. 

Les recuerdo que el 6 de noviembre estaremos rindiéndole un homenaje a este filósofo que tantas búsquedas nos ha generado.   

Ambientamos esta entrada con imágenes de la diversidad ambiental que habita en el Macizo Colombiano 

Por Gilles Deleuze

Eres encantador, inteligente, perverso hasta la maldad. Un esfuerzo más… La carta que me has enviado, al invocar unas veces lo que se dice y otras lo que tú mismo piensas, y al mezclar ambas cosas, es una especie de regodeo acerca de mi presunta desdicha. Por un lado, me dices que estoy atascado, atrancado en todos los registros, en la vida, en la enseñanza, en la política, que me he convertido en una asquerosa vedette y, además, que esto no puede durar mucho y que no tengo salida. Por otro lado, me dices que siempre he marchado rezagado, que os succiono la sangre a vosotros, los verdaderos experimentadores, los héroes, y que pruebo vuestros venenos quedándome siempre tras la barrera, contemplando y aprovechándome de vosotros. Por mi parte, no sé nada de todo eso. Los esquizos, tanto los falsos como los verdaderos, me están fastidiando tanto que de buena gana me pasaría a la paranoia. Viva la paranoia. Lo que quieres inocularme con tu carta, ¿no es un poco de resentimiento (estás acorralado, estás atascado, “confiésalo”…) y algo de mala conciencia (no tienes vergüenza, vas rezagado…)? Si esto es todo lo que tenías que decirme, no valía la pena. Te vengas por haber escrito un libro sobre mí. Tu carta está llena de falsa conmiseración y de auténtico apetito de venganza. 

Para empezar te recuerdo que, a pesar de todo, yo no te pedí ese libro. Tú declaras las razones que has tenido para escribirlo: “por humor, por azar, por ansia de dinero y de prestigio social”. No veo con claridad que ese sea el modo de satisfacer todos esos apetitos. Pero, una vez más, es asunto tuyo, y desde el principio te advertí que el libro no me concernía en absoluto, que no pensaba leerlo o que lo leería más tarde, y como algo que te concierne a ti. Tú acudiste a verme para pedirme algún inédito. Sin otro afán que el de complacerte, te propuse un intercambio de cartas: me parecía más fácil y menos cansado que una entrevista con magnetófono. Puse como única condición que las cartas se publicasen como algo aparte de tu libro, al modo de un apéndice. Lo que tú aprovechas para empezar a deformar nuestro acuerdo y brindarme el reproche de haberme comportado como una vieja Guermantes que dijese: “Se le escribirá”, como un oráculo que te remite a Correos y Telégrafos o como un Rilke negando consejo a un poeta joven. ¡Paciencia! 

 Ciertamente, la benevolencia no es tu fuerte. Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o a nada, me sentiría como muerto, momificado. Pero se diría que tú has nacido amargado, tu arte es el del guiño, “a mí no me engañas, escribiré un libro sobre ti pero ya verás…”. De todas las interpretaciones posibles, escoges casi siempre la más malvada o la más ruin. Primer ejemplo: quiero y admiro a Foucault. He escrito un artículo sobre él. Y él ha escrito un artículo sobre mí, en el que se encuentra la frase: “quizá un día el siglo sea deleuziano”. Tu comentario: se echan flores. Parece como si no pudieras concebir que mi admiración por Foucault sea real, y mucho menos comprender que la frasecilla de Foucault es una fórmula cómica destinada a hacer reír a nuestros amigos y rabiar a nuestros enemigos. Un texto que tú conoces bien explica esta maldad innata de los herederos del izquierdismo: “¿Quién se atrevería a pronunciar ante una asamblea izquierdista las palabras “fraternidad” o “benevolencia”? Ellos están consagrados al ejercicio extremadamente minucioso de la animosidad hacia todos sus travestis, la práctica de la agresividad y del escarnio con cualquier fin y contra cualquier persona, presente o ausente, amiga o enemiga. No se trata de comprender a los otros, sino de vigilarlos”[1]. Tu carta es un solemne acto de vigilancia. Recuerdo a un tipo del F.H.A.R.[2]  que declaraba en una asamblea: Si no fuera porque estamos siempre ahí, ejerciendo como vuestra mala conciencia… Extraño y algo policíaco ideal: ser la mala conciencia de alguien. Se diría que también tú piensas que hacer un libro acerca de (o contra) mí te confiere algún poder sobre mí. Y no es cierto. A mí me disgusta tanto la posibilidad de tener mala conciencia como la de ser la mala conciencia de otros. 

 Segundo ejemplo: mis uñas, largas y sin cortar. Al final de tu carta dices que mi chaqueta de obrero (te equivocas: es una chaqueta de campesino) equivale a la blusa fruncida de Marylin Monroe y mis uñas a las gafas negras de Greta Garbo. Y me inundas de consejos irónicos y malintencionados. Como vuelves una y otra vez sobre el asunto de mis uñas, voy a explicártelo. Siempre podemos decir que, al ser mi madre quien me las cortaba, está ligado al problema de Edipo y de la castración (interpretación grotesca pero psicoanalítica). También se puede notar, si se observan los extremos de mis dedos, que carezco de las marcas digitales que ordinariamente actúan como protección, de tal modo que el hecho de tocar con la punta de los dedos un objeto, y sobre todo un tejido, me produce un dolor nervioso que exige la protección de uñas largas (interpretación teratológica y seleccionista). Y podría incluso decirse, lo que es rigurosamente cierto, que mi sueño no es llegar a ser invisible, sino imperceptible, y que compenso mi imposibilidad de hacerlo dotándome de largas uñas que siempre puedo ocultar en mis bolsillos, pues nada me extraña más que el hecho de que alguien las mire (interpretación psicoso-). Y podría decirse, para terminar: “No hace falta que te comas tus uñas, puesto que forman parte de ti; si te gustan las uñas, devora las de los demás cuando quieras y cuando puedas” (interpretación política). Pero tú has elegido la interpretación más molesta: quiere singularizarse, convertirse en Greta Garbo. Es curioso, no obstante, que ninguno de mis amigos haya reparado jamás en mis uñas, considerándolas perfectamente naturales, plantadas ahí al azar, como por el viento que transporta semillas y del que nadie habla. 
Y llegamos así a tu primera crítica: dices y repites en todos los tonos posibles: estás bloqueado, acorralado, confiésalo. Pues bien, Señor fiscal general: no confieso nada. Puesto que se trata de tu culpa por haber escrito un libro sobre mí, intentaré explicarte cómo veo lo que he escrito. Pertenezco a una generación, a una de las últimas generaciones que han sido más o menos asesinadas por la historia de la filosofía. La historia de la filosofía ejerce, en el seno de la filosofía, una evidente función represiva, es el Edipo propiamente filosófico: “No osarás hablar en tu propio nombre hasta que no hayas leído esto y aquello, y esto sobre aquello y aquello sobre esto.” De mi generación, algunos no consiguieron liberarse, otros sí: inventaron sus propios métodos y reglas nuevas, un tono diferente. Pero yo, durante mucho tiempo, “hice” historia de la filosofía, me dediqué a leer sobre tal o cual autor. Pero me concedía mis compensaciones, y ello de modos diversos: por de pronto, prefiriendo aquellos autores que se oponían a la tradición racionalista de esta historia (hay para mí un vínculo secreto entre Lucrecio, Hume, Spinoza o Nietzsche, un vínculo constituido por la crítica de lo negativo, la cultura de la alegría, el odio a la interioridad, la exterioridad de las fuerzas y las relaciones, la denuncia del poder, etc.). Lo que yo más detestaba era el hegelianismo y la dialéctica. Mi libro sobre Kant es muy distinto, y le tengo gran aprecio: lo escribí como un libro acerca de un enemigo cuyo funcionamiento deseaba mostrar, cuyos engranajes quería poner al descubierto —tribunal de la Razón, uso mesurado de las facultades, sumisión tanto más hipócrita por cuanto nos confiere el título de legisladores—. Pero, ante todo, el modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer. Mi libro sobre Bergson es, para mí, ejemplar en este género. Hoy, muchos se dedican a reprocharme incluso el hecho de haber escrito sobre Bergson. No conocen suficientemente la historia. No saben hasta qué punto Bergson, al principio, concentró a su alrededor todos los odios de la Universidad francesa, y hasta qué punto sirvió de lugar de encuentro a toda clase de locos y marginales mundanos y transmundanos. Poco importa si esto sucedió a pesar suyo o no. 


 Fue Nietzsche, a quien leí tarde, el que me sacó de todo aquello. Porque es imposible intentar con él semejante tratamiento. Es él quien te hace hijos a tus espaldas. Despierta un placer perverso (placer que nunca Marx ni Freud han inspirado a nadie, antes bien todo lo contrario): el placer que cada uno puede experimentar diciendo cosas simples en su propio nombre, hablando de afectos, intensidades, experiencias, experimentaciones. Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren. El nombre como aprehensión instantánea de tal multiplicidad intensiva es lo contrario de la despersonalización producida por la historia de la filosofía, es una despersonalización de amor y no de sumisión. Se habla desde el fondo de lo que no se conoce, desde el fondo del propio subdesarrollo. Uno se ha convertido entonces en un conjunto de singularidades libres, nombres y apellidos, uñas, cosas, animales y pequeños acontecimientos: lo contrario de una vedette. Fue así como yo empecé a escribir libros en este registro de vagabundeo, Diferencia y repetición y Lógica del sentido. No me hago ilusiones: son libros aún lastrados por un pesado aparato universitario, pero intento con ellos una especie de trastorno, intento que algo se agite en mi interior, tratar la escritura como un flujo y no como un código. Hay algunas páginas de Diferencia y repetición que estimo especialmente, como por ejemplo las que tratan de la fatiga y la contemplación, porque ellas proceden, a pesar de las apariencias, de la más viva experiencia vital. No era mucho, sólo un comienzo. 

 Después tuvo lugar mi encuentro con Félix Guattari, y el modo en que nos entendimos, nos completamos, nos despersonalizamos el uno al otro y nos singularizamos uno mediante el otro, en suma, el modo en que nos quisimos. De ahí salió El Anti-Edipo, que representa un nuevo progreso. Me pregunto si no será precisa-mente el hecho de que haya sido escrito por dos personas una de las razones formales de la hostilidad que a veces despierta este libro, ya que la gente disfruta con las desavenencias y las asignaciones. Han intentado, pues, discernir lo indiscernible o determinar lo que debe asignarse a cada uno de nosotros. Pero dado que cada uno de nosotros, como todo el mundo, es ya varias personas, hay mucha gente en total. Tampoco puede decirse que El Anti-Edipo esté libre de todo aparato de saber: todavía es muy universitario, demasiado serio, no se trata de la filosofía pop o del popanálisis soñado. Pero hay algo que me sorprende: aquellos que consideran que se trata de un libro difícil se encuentran entre quienes tienen una mayor cultura, especialmente una mayor cultura psicoanalítica. Dicen: ¿qué es eso del cuerpo sin órganos? ¿qué quiere decir “máquinas deseantes”? Al contrario, quienes saben poco y no están corrompidos por el psicoanálisis tienen menos problemas, y dejan de lado alegremente lo que no comprenden. Esta es una de las razones que nos impulsaron a decir que este libro se dirigía a lectores entre quince y veinte años. Y es que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del significante. Y el libro siguiente se considerará como si contuviese al anterior o estuviera contenido en él. Se comentará, se interpretará, se pedirán explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar, nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión eléctrica. Conozco a personas incultas que han comprendido inmediatamente lo que era el “cuerpo sin órganos” gracias a sus propios “hábitos”, gracias a su manera de fabricarse uno. Esta otra manera de leer se opone a la precedente porque relaciona directamente el libro con el Afuera. Un libro es un pequeño engranaje de una maquinaria exterior mucho más compleja. Escribir es un flujo entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política, etc. Como Bloom: escribir con una mano en la arena y masturbarse con la otra (¿en qué relación se encuentran esos dos flujos?). En cuanto a nosotros, nuestro Afuera (o al menos uno de nuestros afueras) es una cierta masa de gentes (sobre todo jóvenes) que están hartos del psicoanálisis. Están, para decirlo con tus palabras, “atascados”, porque, aunque siguen psicoanalizándose, piensan de hecho contra el psicoanálisis, pero piensan contra él en términos psicoanalíticos (por ejemplo, y a título de broma íntima, ¿cómo pueden psicoanalizarse los hombres del F.H.A.R. o las mujeres del M.L.F. y tantos otros? ¿No se sienten incómodos? ¿Se lo creen? ¿Qué hacen en el diván?) La existencia de esta corriente hizo posible El Anti-Edipo. Y si el grueso de los psicoanalistas, desde los más estúpidos hasta los más inteligentes, ha reaccionado con hostilidad hacia este libro (aunque su reacción es más defensiva que agresiva) no es sólo, evidentemente, a causa de su contenido, sino porque favorece esa corriente de quienes están hartos de oír: “papá, mamá, Edipo, castración, regresión” y de ver cómo se les propone una imagen totalmente debilitada de la sexualidad en general y de su sexualidad en particular. Como suele decirse, los psicoanalistas deberían tener en cuenta a las “masas”, a esas pequeñas masas. Recibimos, en este sentido, hermosas cartas remitidas por el lumpenproletariado del psicoanálisis, mucho más hermosas que los artículos de nuestros críticos.

 Esta manera de leer en intensidad, en relación con el Afuera, flujo contra flujo, máquina con máquina, experimentación, acontecimientos para cada cual que nada tienen que ver con un libro, que lo hacen pedazos, que lo hacen funcionar con otras cosas, con cualquier cosa… ésta es una lectura amorosa. Y es exactamente así como tú lo has leído. Hay en tu carta un pasaje hermoso, casi maravilloso, donde explicas cómo has leído el libro, el uso que de él has hecho por tu cuenta: ¡De eso se trata! ¿Por qué vuelves en seguida a los reproches (No te librarás, todo el mundo espera el segundo tomo, en seguida serás reconocido)? Completamente falso, lo tuvimos siempre en mente. Escribiremos la continuación porque nos gusta trabajar juntos. Pero no será en absoluto una continuación. Con ayuda del Afuera, será algo tan distinto, tanto por el lenguaje como por el pensamiento, que aquellos que nos “esperan” tendrán que decir: o se han vuelto completamente locos, o son unos canallas, o han sido incapaces de continuar. Decepcionar es un placer. No es que gesticulemos para parecer locos, nos volveremos locos a nuestro modo y en su momento, sin necesidad de que se nos presione. Sabemos que el primer tomo de El Anti-Edipo está lleno aún de compromisos, demasiado cargado de saberes que parecen conceptos. Así pues, cambiaremos, ya hemos cambiado, estamos contentos. Algunos pensaban que continuaríamos en la misma onda, y hay quien llegó a creer que íbamos a formar un quinto grupo psicoanalítico. ¡Miserias! Soñamos con otras cosas más clandestinas y gozosas. No firmaremos más compromisos, porque ahora nos hacen menos falta. Y encontraremos siempre a los aliados de los que tenemos necesidad o que tienen necesidad de nosotros. 

 Pero tú quieres describirme como atrapado. Y no es cierto: ni Félix ni yo nos hemos convertido en subjefes de una subescuela. Si alguien quiere utilizar El Anti-Edipo, allá él, porque nosotros ya estamos en otra parte. Me imaginas política-mente atrapado, reducido al papel de firmar manifiestos y peticiones, “superasistente social”: no es verdad, y, de entre todos los homenajes que habría que rendir a Foucault, está el de haber sido el primero que por su propia cuenta ha quebrado los mecanismos de recuperación y ha sacado al intelectual de su situación política clásica. Eres tú quien se ha quedado anclado en la provocación, en la publicación, en los cuestionarios, en las confesiones públicas (“confiesa, confiesa…”). Al contrario, a mí me parece que se aproxima una época de clandestinidad mitad voluntaria-mitad obligada, que será como un rejuvenecimiento del deseo, incluido el deseo político. Me imaginas profesionalmente atrapado, porque he hablado en Vicennes durante dos años y tú dices que dicen que yo no hago nada. Piensas que, cuando hablo, me hallo en la contradicción de quien, “rechazando la condición de profesor, está sin embargo condenado a enseñar, y tiene que restaurar los arreos que ya todo el mundo había abandonado”: yo no soy sensible a las contradicciones, no soy un alma bella que vive trágicamente su condición; he hablado porque tenía grandes deseos de hacerlo, y he sido apoyado, injuriado, interrumpido por militantes, locos verdaderos y seudolocos, imbéciles y personas muy inteligentes, había en Vincennes una especie de chirigota continua y viva. Esto ha durado dos años, y ya es suficiente, hace falta cambiar. De modo que ahora que ya no hablo en las mismas condiciones, dices, o te haces portavoz de quienes dicen, que ya no hago nada, que soy impotente, una reina gorda e impotente. Y esto sigue siendo falso: me escondo, pero sigo trabajando con el menor número posible de personas, y tú, en lugar de ayudarme a no convertirme en vedette, vienes a pedirme cuentas y a exigirme que elija entre la impotencia y la contradicción. Finalmente, me imaginas atascado personalmente, familiarmente. En esto demuestras lo bajo de tu vuelo. Explicas que tengo una esposa y una hija que juega con muñecas y que triangula los rincones. Y eso te divierte cuando lo comparas con El Anti-Edipo. También podrías haberme dicho que tengo un hijo en edad de psicoanalizarse. Si tu idea es que son las muñecas quienes producen el Edipo, o bien el matrimonio por sí mismo, me parece una idea peregrina. Edipo no es una muñeca, es una secreción interna, una glándula, y nunca se ha luchado contra las secreciones edípicas sin luchar también contra sí mismo, sin experimentar contra sí mismo, sin hacerse capaz de amar y desear (en lugar de la plañidera voluntad de ser amados, que nos conduce al psicoanálisis). Amores no-edípicos: no es poca cosa. Deberías saber que no basta con ser soltero, no tener hijos, ser homosexual o pertenecer a tal o cual grupo para evitar a Edipo, pues hay un Edipo de grupo, hay homosexuales edípicos y un M.L.F. edipizado, etc. Como prueba valga un texto: “Los árabes y nosotros”[3] , bastante más edípico que mi hija.  


 De modo que nada tengo que “confesar”. El relativo éxito de El Anti-Edipo no nos compromete ni a Félix ni a mí. En cierto modo no nos concierne, ya que tenemos otros proyectos. Paso, pues, a tu otra crítica, más dura y terrible, que consiste en decir que siempre he ido a la zaga, economizando esfuerzos, aprovechándome de las experimentaciones ajenas, de los homosexuales, drogadictos, alcohólicos, masoquistas, locos, etc., probando ligeramente sus delicias y venenos sin arriesgar nunca nada. Vuelves contra mí un texto mío en el que yo pregunto cómo es posible no convertirse en un conferenciante profesional sobre Artaud o en un seguidor mundano de Fitzgerald. Pero, ¿qué sabes de mí? Yo creo en el secreto, es decir, en la potencia de lo falso, mucho más que en los relatos que dan testimonio de una deplorable creencia en la exactitud y en la verdad. Aunque no me mueva, aunque no viaje, hago, como todo el mundo, mis viajes inmóviles que sólo puedo medir con mis emociones, expresándolos de la manera más oblicua y desviada en mis escritos. ¿A cuento de qué traer a colación mis relaciones con los homosexuales, los alcohólicos o los drogadictos, si puedo experimentar en mí efectos análogos a los que ellos obtienen por otros medios? Lo interesante no es saber de qué me aprovecho, sino más bien si hay quienes hacen tal o cual cosa en su rincón, como yo en el mío, y si es posible un encuentro azaroso, un caso fortuito, no alineaciones o adhesiones, toda esa bazofia en la que uno se supone ser la mala conciencia que tiene que corregir al otro. No te debo nada, y tú a mí tampoco. No tengo ninguna razón para acudir a vuestros guetos, ya tengo los míos. El problema no fue nunca la naturaleza de tal o cual grupo exclusivo, sino las relaciones transversales en las que los efectos producidos por tal o cual cosa (homosexualidad, droga, etc.) pueden siempre producirse por otros medios. Contra aquellos que piensan “soy esto, soy aquello”, y que lo piensan aún de una manera psicoanalítica (refiriéndose a su infancia o a su destino), hay que pensar en términos de incertidumbre y de improbabilidad: no sé lo que soy, harían falta tantas investigaciones y tantos tanteos no narcisistas ni edípicos (ningún homosexual puede decir con certeza: “soy homosexual”). El problema no es ser esto o aquello como ser huma-no, sino devenir inhumano, el problema es el de un universal devenir animal: no confundirse con una bestia, sino deshacer la organización humana del cuerpo, atravesar tal o cual zona de intensidad del cuerpo, descubriendo cada cual qué zonas son las suyas, los grupos, las poblaciones, las especies que las habitan. ¿Por qué no tendría derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por que no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan? Si la droga produce a veces delirios, ¿por qué no podría yo delirar sobre la droga? ¿Qué vas a hacer tú con tu “realidad” propia? Chato realismo el tuyo. Pero, ¿por qué me lees entonces? El argumento de la experiencia reservada es un mal argumento, además de reaccionario. La frase de El Anti-Edipo que más me gusta es esta: “No, jamás hemos visto esquizofrénicos.” 

¿Qué hay, pues, en tu carta? En resumidas cuentas, nada tuyo salvo ese hermoso pasaje. Un conjunto de rumores, de “se dice”, que tú presentas ágilmente como si viniesen de otros o de ti mismo. Puede que tú lo hayas querido así, una especie de pastiche de ruidos envasado al vacío. Se trata de una carta mundana y bastante snob. Me pides un “inédito”, y luego me escribes maldades. Mi carta, por causa de la tuya, tiene el aspecto de una justificación. Pero no hay que exagerar. Tú no eres un árabe, eres un chacal. Te esfuerzas en hacer que me convierta en todo aquello en lo que me acusas de haberme convertido, pequeña vedette, vedette, vedette. Yo no te pido nada, sino que —para terminar con todos los rumores— te mando todo mi cariño.  



Gilles Deleuze, Conversaciones  1972-1990 (Traducción de José Luis Pardo).




[1] Recherches, marzo de 1973, “Grande Encyclopédie des homosexualités”. 
[2] Organización francesa del movimiento reivindicativo de los homosexuales. [Nota del Traductor.] 

[3] Recherches, ibídem 

lunes, 5 de octubre de 2015

Deleuze Brujo



Como ya les hemos anunciado, en el 2015 conmemoramos el 90 aniversario del nacimiento de Deleuze y el vigésimo de su muerte. Ya tenemos confirmada una jornada para el recuerdo de su obra, el 6 de noviembre próximo en Punto Theca (Av. Jiménez No. 8A-04, Bogotá). Como preparación para ese encuentro, empezaremos a publicar algunos textos de Deleuze que puedan ayudar a ambientarnos. Sobra decir que los esperamos a todos ese día.


Deleuze y la brujería

"Al hilo de los libros de Castaneda es muy posible que el lector se ponga a dudar de la existencia del indio Don Juan, y de muchas otras cosas. Pero eso no tiene ninguna importancia. Tanto mejor si esos libros son la exposición de un sincretismo más bien que una etnografía, y un protocolo de experiencia más bien que un informe de una iniciación. Así, el cuarto libro, Historias de poder, trata de la distinción viviente entre Tonal y “Nagual. Lo tonal parece tener una extensión heteróclita: es el organismo, pero también todo lo que está organizado y es organizador: también es la significancia, todo lo que es significante y significado, todo lo que es susceptible de interpretación, de explicación, todo lo que es memorizable bajo la forma de algo que recuerda a otra cosa; por último, es el Yo, el sujeto, la persona, individual, social o histórica, y todos los sentimientos correspondientes. En resumen, lo tonal es todo, incluido Dios, el juicio de Dios, puesto que construye las reglas mediante las cuales aprehende el mundo, así, pues, crea el mundo por así decir. Y sin embargo, lo tonal sólo es una isla. Pues lo nagual también es todo. Y es el mismo todo, pero en tales condiciones que el cuerpo sin órganos ha sustituido al organismo, la experimentación ha sustituido a toda interpretación, de la que ya no tiene necesidad. Los flujos de intensidad, sus fluidos, sus fibras, sus continuums y sus conjunciones de afectos, el viento, una segmentación fina, las micropercepciones han sustituido al mundo del sujeto. Los devenires, devenires-animales, devenires-moleculares, sustituyen a la historia, individual o general. De hecho, lo tonal no es tan heteróclito como parece: comprende el conjunto de estratos y todo lo que puede estar relacionado con ellos, la organización del organismo, las interpretaciones y las explicaciones de lo significable, los movimientos de subjetivación. Lo nagual, por el contrario, deshace los estratos. Ya no es un organismo que funciona, sino un CsO que se construye. Ya no son actos que hay que explicar, sueños o fantasmas que hay que interpretar, recuerdos de infancia que hay que recordar, palabras que hay que hacer significar, sino colores y sonidos, devenires e intensidades (y cuando devienes perro, no preguntes si el perro con el que juegas es un sueño o una realidad, si es tu puta madre o cualquier otra cosa). Ya no es un Yo que siente, actúa y se acuerda, es una bruma brillante, un vaho amarillo e inquietante que tiene afectos y experimenta movimientos, velocidades. Pero lo importante es que lo tonal no se deshace destruyéndolo de golpe. Hay que rebajarlo, reducirlo, limpiarlo, pero sólo en determinados momentos. Hay que conservarlo para sobrevivir, para desviar el asalto de lo nagual. Porque un nagual que irrumpiera, que destruyera lo tonal, un cuerpo sin órganos que rompiese todos los estratos, se convertiría inmediatamente en cuerpo de nada, autodestrucción pura sin otra salida que la muerte: lo tonal debe ser protegido a toda costa"

(Tomado del libro "Mil Mesetas", Editorial Pretextos, págs. 166 - 167)





Recuerdos de un brujo, I

" En un devenir-animal, siempre se está ante una manada, una banda, una población, un poblamiento, en resumen, una multiplicidad. Nosotros, los brujos, lo sabemos desde siempre. Puede que otras instancias, por otro lado muy diferentes entre sí, tengan otra consideración del animal: se puede retener o extraer del animal ciertos caracteres, especies y géneros, formas y funciones, etc. La sociedad y el Estado tienen necesidad de caracteres animales para clasificar a los hombres; la historia natural y la ciencia tienen necesidad de caracteres para clasificar a los propios animales. El serialismo y el estructuralismo unas veces gradúan caracteres según sus semejanzas, otras los ordenan según sus diferencias. Los caracteres animales pueden ser míticos o científicos. Pero nosotros no nos interesamos por los caracteres, nosotros nos interesamos por los modos de expansión, de propagación, de ocupación, de contagio, de poblamiento. Yo soy legión. Fascinación del Hombre de los lobos ante varios lobos que le miran. ¿Qué sería un lobo completamente solo? ¿Y una ballena, un piojo, un ratón, una mosca? Belcebú es el diablo, pero el diablo como señor de las moscas. El lobo no es en primer lugar un carácter o un cierto número de caracteres, es una lobería. El piojo es una piojería..., etc. ¿Qué es un grito independientemente de la población que invoca o que toma por testigo? Virginia Woolf no se vive como un mono o un pez, sino como una carretada de monos, un banco de peces, según una relación de devenir variable con las personas que encuentra. Nosotros no queremos decir que ciertos animales viven en manadas, no queremos entrar en ridículas clasificaciones evolucionistas a la manera de Lorentz, en las que habría manadas inferiores y sociedades superiores. Nosotros decimos que todo animal es en primer lugar una banda, una manada. Que, más que caracteres, todo animal tiene sus modos de manada, incluso si cabe hacer distinciones dentro de esos modos. Ahí es donde el hombre tiene algo que ver con el animal. Nosotros no devenimos animal sin una fascinación por la manada, por la multiplicidad. ¿Fascinación del afuera? ¿O bien la multiplicidad que nos fascina ya está en relación con una multiplicidad que nos habita por dentro? En su obra maestra, Démons et merveilles, Lovecraft cuenta la historia de Randolph Carter, que siente cómo su yo vacila, y que conoce un miedo mayor que el del aniquilamiento: “unos Carter con una forma a la vez humana y no humana, vertebrada e invertebrada, animal y vegetal, dotada de conciencia y privada de conciencia, e incluso unos Carter que no tienen nada en común con la vida terrestre, que tiene como fondo planetas, galaxias y sistemas que pertenecen a otros continuums cósmicos (...). Hundirse en la nada abre un olvido tranquilo, pero ser consciente de su existencia y saber, sin embargo, que ya no se es un ser definido, distinto de los otros seres, ni distinto de todos esos devenires que nos atraviesan, esa es la cima inefable del espanto y de la agonía. Hofmannsthal, o más bien lord Chandos, queda fascinado ante un pueblo de ratones que agonizan, y en él, a través de él, en los intersticios de su yo conmovido, el alma del animal muestra los dientes al destino monstruoso: no piedad, sino participación contra natura. Entonces nace en él el extraño imperativo: o bien dejar de escribir, o bien escribir como un ratón... Si el escritor es un brujo es porque escribir es un devenir, escribir está atravesado por extraños devenires que no son devenires-escritor, sino devenires-ratón, devenires-insecto, devenires lobo, etc. Habrá que explicar por qué. Muchos suicidios de escritores se explican por estas participaciones contra natura, estas bodas contra natura. El escritor es un brujo, puesto que vive el animal como la única población ante la cual es responsable por derecho. El pre-romántico alemán Moritz se siente responsable no de los bueyes que mueren, sino ante los bueyes que mueren y que le causan la increíble impresión de una
Naturaleza desconocida el afecto. Pues el afecto no es un sentimiento personal, tampoco es un carácter, es la efectuación de una potencia de manada, que desencadena y hace vacilar el yo. ¿Quién no ha conocido la violencia de esas secuencias animales, que le apartan de la humanidad aunque sólo sea un instante, y que le hacen mordisquear su pan como un roedor o le proporcionan los ojos amarillos de un felino? Terrible involución que nos conduce a devenires inusitados. No son regresiones, aunque fragmentos de regresión, secuencias de regresión se añadan a ellos. Habría incluso que distinguir tres tipos de animales: los animales individuados, familiares domésticos, sentimentales, los animales edípicos, personales, mi gato, miperro; esos nos invitan a regresar, nos arrastran a una contemplación narcisista, y son los únicos que entiende el psicoanálisis, para mejor descubrir bajo ellos la imagen de un papá, de una mamá, de un hermano pequeño (cuando el psicoanálisis habla de los animales, los animales aprenden a reír): todos los que aman los gatos, los perros, son unos imbéciles. Y luego habría un segundo tipo, los animales de carácter o atributo, los animales de género, de clasificación o de Estado, esos de los que tratan los grandes mitos divinos, para extraer de ellos series o estructuras, arquetipos o modelos (Jung es, a pesar de todo, más profundo que Freud). Por último, habría animales más demoníacos, de manadas y afectos, y que crean multiplicidad, devenir, población, cuento... O bien, una vez más, ¿no pueden todos los animales ser tratados de las tres maneras? Siempre habrá la posibilidad de que cualquier animal, piojo, gatopardo o elefante, sea tratado como un animal familiar, mi animalito. Y, en el otro extremo, todo animal también puede ser tratado bajo el modo de la manada y el pululamiento, que a nosotros, brujos, nos conviene. Incluso el gato, incluso el perro... Y aunque el pastor o el jefe, el diablo, tenga su animal preferido en la manada, no es ciertamente de la misma manera que hace un momento. Sí, todo animal es o puede ser una manada, pero según grados de vocación variable, que hacen más o menos fácil el descubrimiento de multiplicidad, de la proporción de multiplicidad, que contiene actual o virtualmente según los casos. Bancos, bandas, rebaños, poblaciones no son formas sociales inferiores, son afectos y potencias, involuciones, que arrastran a todo animal a un devenir no menos potente que el del hombre con el animal. J. L. Borges, autor conocido por su exceso de cultura, ha fallado por lo menos dos de sus libros, en los que sólo los títulos eran bellos: primero su Historia Universal de la Infamia, puesto que no vio la diferencia elemental que los brujos establecen entre la trampa y la traición (los devenires-animales ya aparecen ahí, forzosamente del lado de la traición). Una segunda vez en su Manual de Zoología Fantástica, en el que no sólo muestra una imagen heteróclita e insulsa del mito, sino que elimina todos los problemas de manada y, en el caso del hombre, de devenir animal correspondiente: Deliberadamente, nosotros excluimos de este manual las leyendas sobre las transformaciones del ser humano, el liboson, el hombre-lobo, etc.”. Borges sólo se interesa por los caracteres, incluso por los más fantásticos, mientras que los brujos saben que los hombres-lobos son bandas, los vampiros también, y que esas bandas se transforman las unas en las otras. Pues bien, ¿qué quiere decir eso, el animal como banda o manada? ¿Acaso una banda no supone una filiación que nos llevaría de nuevo a la reproducción de ciertos caracteres? ¿Cómo concebir un poblamiento, una propagación, un devenir, sin filiación ni producción hereditaria? ¿Una multiplicidad sin la unidad de un ancestro? Es muy simple y todo el mundo lo sabe, aunque sólo se hable de ello en secreto. Nosotros oponemos la epidemia a la filiación, el contagio a la herencia, el poblamiento por contagio a la reproducción sexuada, a la producción sexual.
Las bandas, humanas y animales, proliferan con los contagios, las epidemias, los campos de batalla y las catástrofes. Ocurre como con los híbridos, estériles, nacidos de una unión sexual que no se reproducirá, pero que vuelve a comenzar cada vez, ganando siempre la misma cantidad de terreno. Las participaciones, las bodas contra natura, son la verdadera Naturaleza que atraviesa los reinos. La propagación por epidemia, por contagio, no tiene nada que ver con la filiación por herencia, incluso si los dos temas se mezclan y tienen necesidad el uno del otro. El vampiro no filia, contagia. La diferencia es que el contagio, la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos: por ejemplo, un hombre, un animal y una bacteria, un virus, una molécula, un microorganismo. O, como en el caso de la trufa, un árbol, una mosca y un cerdo. Combinaciones que no son ni genéticas ni estructurales, inter-reinos, participaciones contra natura, así es como procede la Naturaleza, contra sí misma. Estamos lejos de la producción filiativa, de la reproducción hereditaria, que sólo retienen como diferencias una simple dualidad de sexos en el seno de una misma especie, y pequeñas modificaciones a lo largo de las generaciones. Para nosotros, por el contrario, hay tantos sexos como términos en simbiosis, tantas diferencias como elementos intervienen en un proceso de contagio. Nosotros sabemos que entre un hombre y una mujer pasan muchos seres, que vienen de otros mundos, traídos por el viento, que hacen rizoma alrededor de las raíces, y que no se pueden entender en términos de producción, sino únicamente de devenir. El Universo no funciona por filiación. Así pues, nosotros sólo decimos que los animales son manadas, y que las manadas se forman, se desarrollan y se transforman por contagio. Esas multiplicidades de términos heterogéneos, y de cofuncionamiento por contagio, entran en ciertos agenciamientos, y ahí es donde el hombre realiza sus devenires-animales. Ahora bien, no hay que confundir esos sombríos agenciamientos, que remueven lo más profundo de nosotros, con organizaciones como la institución familiar y el aparato de Estado. Como ejemplo, podríamos citar las sociedades de caza, las sociedades de guerra, las sociedades secretas, las sociedades de crimen, etc. Los devenires animales les pertenecen. En ellas no hay que buscar regímenes de filiación de tipo familiar, ni modos de clasificación y de atribución de tipo estatal o preestatal, ni siquiera instituciones seriales de tipo religioso. A pesar de las apariencias y de las posibles confusiones, los mitos no tienen ahí su terreno de origen ni su punto de aplicación. Son cuentos, o relatos y enunciados de devenir. También es absurdo jerarquizar las colectividades, incluso animales, desde el punto de vista de un evolucionismo imaginario en el que las manadas estarían en el punto más bajo, y a continuación vendrían las sociedades familiares y estatales. Al contrario, hay diferencia de naturaleza, el origen de las manadas es completamente distinto que el de las familias y los Estados, y no cesan de minarlos, de perturbarlos desde afuera, con otras formas de contenido, otras formas de expresión. La manada es a la vez realidad animal y realidad del devenir-animal del hombre; el contagio es a la vez poblamiento animal y propagación del poblamiento animal del hombre. La máquina de caza, la máquina de guerra, la máquina de crimen entrañan todo tipo de devenires-animales que no se enuncian en el mito, y menos aún en el totemismo. Dumézil ha mostrado cómo esos devenires pertenecían esencialmente al hombre de guerra, pero en la medida en que era exterior a las familias y a los Estados, en la medida en que trastocaba las filiaciones y las clasificaciones.
La máquina de guerra siempre es exterior al Estado, incluso cuando el Estado la utiliza y se apropia de ella. El hombre de guerra tiene todo un devenir que implica multiplicidad, celeridad, ubicuidad, metamorfosis y traición, potencia de afecto. Los hombres-lobos, los hombres-osos, los hombres- fieras, los hombres de cualquier animalidad, congregaciones secretas, animan los campos de batalla. Pero también las manadas animales, que sirven a los hombres en la batalla, o que la siguen y se benefician de ella. Y todos juntos propagan el contagio. Hay un conjunto complejo, devenir-animal del hombre, manadas de animales, elefantes y ratones, vientos y tempestades, bacterias que siembran el contagio. Un solo y mismo Furor. La guerra, antes de ser bacteriológica, ha implicado secuencias zoológicas. Con la guerra, el hambre y la epidemia, proliferan los hombres-lobos y los vampiros. Cualquier animal puede ser incluido en esas manadas, y en los devenires correspondientes; se han visto gatos en los campos de batalla, e incluso formar parte de los ejércitos. Por eso no hay que distinguir tipos de animales, sino más bien estados diferentes según que se integren en instituciones familiares, en aparatos de Estado, en máquinas de guerra, etc. (y la máquina de escritura, o la máquina musical, ¿qué relación tienen con devenires-animales?)
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(Tomado del libro "Mil Mesetas", Editorial Pretextos, págs. 245 - 249)