lunes, 31 de agosto de 2020

Revista de poesía Epigrama

 

Cubiertas de la revista de poesía Epigrama

Desde el fulgurante Caribe colombiano, más precisamente, desde la ciudad amurallada, nos ha llegado una muestra de la revista Epigrama, la cual es concebida, dirigida, diagramada, editada, financiada y distribuida por el poeta y gestor cultural Herbert Protzkar Andrade.

Epigrama se realiza en números dobles, tiene un formato de media carta y cuenta con ilustraciones originales de carátula (en los tres volúmenes que recibí, son de Edilberto Sierra Rodríguez) sobre fondos con diversas tonalidades. En la anteportada y al cierre, también aparecen ilustraciones del mismo autor. La solapa posterior trae, a manera de colofón, unos selectos versos de importantes autores, los cuales perfilan una poética que coincide con el espíritu de la publicación. Y en la contraportada aparece un poema completo de un autor de renombre (en estos volúmenes: Álvaro Mutis, Juan Manuel Roca y Giovanni Quessep).

El cuerpo de la revista abre con un Epigrama, curiosamente en estos números, son todos de Juan Manuel Roca. La selección de poetas es diversa, en un número aproximado de veinte por edición, con una notoria presencia de voces del Caribe colombiano, aunque también hay espacio para autores de todo el país. Una de las particularidades de la publicación es que no tiene biografías ni fotos de los autores, el espacio es destinado totalmente a los poemas.  

La sorpresa al conocer esta publicación es mayor si tenemos en cuenta que en Colombia son muy pocas las revistas de poesía que aún persisten, por eso exaltamos esta admirable labor del poeta Protzkar Andrade y hacemos votos por la continuidad y el crecimiento de este proyecto.

lunes, 20 de julio de 2020

Inútil no pensar - Aforismos e instantáneas


A continuación transcribo la presentación que escribí para el libro "Inútil no pensar - Aforismos e instantáneas" de Carlos Arturo Vargas Carreño, publicado en marzo de 2020 por Ediciones Exilio.



Elogio de la facultad de pensar

Pocas veces se encuentra en el camino ardoroso de la lectura un libro que no responde a lógicas estructurales: con raíces y ramajes vinculados estrictamente por una idea que ha entronizado la organicidad. Pocas veces sucede, pero de pronto, en una vuelta de tuerca, nos cruzamos con ciertos textos que siguen otras dinámicas, que han roto esquemas canónicos y han dedicado su oficio creativo a pensar desde la trinchera, al peligroso acto de volver a observar el mundo con herramientas propias y acompañado solo por la subversiva soledad.
Fue imposible no pensar en la idea de libro-rizoma (que exaltaran Deleuze y Guattari) cuando releí, ahora desde cualquier ángulo, el libro de Carlos Arturo Vargas Carreño. Ese inquietante y complejo concepto de aquellos filósofos franceses, elaborado tras analizar el particular funcionamiento biológico del rizoma, nos habla de un libro que se ha desprendido de la unidad superior que lo fija a una raíz, es decir, un libro acentrado, no jerárquico y no lineal, tal como se me ha revelado Inútil no pensar. Esta asociación se vio reforzada con la segunda y posteriores lecturas, pues empecé a bucear en la obra tomando al azar cualquiera de sus apartes y me encontré con una unidad pero de lo múltiple, conectada a partir del flujo de intensidades y preocupada, antes que por significar, por trazar mapas abiertos que nos llevan a crear nuevas geografías, donde el pensar de otro modo es la máxima aspiración.
Para el autor, en efecto, resulta inútil sustraerse al ejercicio del pensar, de crear subjetividades reflexivas que sin proponérselo, lo aproximan a terrenos de la filosofía, aunque su perspicacia le permite desconfiar de esas filosofías que se alinean con los proyectos del capital. En uno de sus aforismos dice: “Nada más peligroso que un filósofo con los ojos puestos en Wall Street. Y en su andar, el autor tampoco fija las certezas en la fría razón, pues ha logrado percibir que “cuando la lucidez se abre paso a través de un pantano ácido, la cordura extrema las alarmas para transitar por la línea más delgada.
Sin duda, este libro de fragmentos reflexivos nos vuelve a poner frente a la necesidad de preguntarnos, de ironizar las verdades que nos fijaron con sudor y sangre, de desnudar aquellos proyectos que siguen ofreciendo paraísos ilusorios; en fin, Carlos Arturo Vargas Carreño, vuelve sobre la facultad más inocente y por ello más peligrosa, la de pensar; y lo hace con agudeza, con jocosidad, con sencillez, con la fluidez de alguien que no se arredra ante la realidad, sino que se atreve a transformarla con la palabra.
Para cerrar este breve acercamiento a Inútil no pensar, transcribo una muestra de esta voz punzante, vital y plenamente contemporánea: ¿Se podrá fertilizar un óvulo en los úteros que Jack desprendió a sus víctimas? / ¿Qué somos, si no la repetición infinita de un ensayo que siempre termina con presunción inacabada? / Nos prometieron un delicioso infierno. No un mar de aceites, botellas y cianuro / A los ejes de mi carreta -que hoy asumimos con nostalgia- le hemos puesto internet y entonces ya no son nostalgias de ayer como sí serán del mañana / Los dioses también reencarnarán: de cartón, de plástico, de uranio, de microchip.

Omar Ardila, 2020

Ahora los dejó con un fragmento del libro, el cual nos revive el género epistolar enriquecido con destreza narrativa y pensamiento que transparenta el tiempo.


Veinticinco años atrás

En la portada de la revista Life apareció la fotografía de una mujer de singular belleza, y de inmediato sentí el acuciante deseo de abordarla como si la hubiese conocido ayer. Intimé con ella en su corta vida -20 o 25 años- y opté por, de alguna manera, rescatarla. Pero lo que yo no sabía fue que terminó rescatándome en el mejor sentido de la palabra y de las palabras.
Maserchup, la momia más hermosa y mejor conservada –sin haber pertenecido a la realeza egipcia- fue la musa que hizo posible que empezara a ordenar las frases, a ensamblar las expresiones y a agudizar los conceptos. Que una vida vivida 25 o 30 siglos atrás, tan solo con el poder de la imagen nos sacuda de tal manera y nos rescate de la modorra para llevarnos a la acción, dice mucho de la conexión que siempre hemos mantenido con algunos de nuestros antepasados. Ya no estoy solo, estoy contigo, Maserchup, y en esta fusión de treinta siglos mucho habrás de contarme y tanto más tendremos qué decir. Hablando en términos de mercadeo, ese ensamble que acabamos de sellar, aparte de concedernos libertad, nos proporciona convicción y entereza. Dame la mano, bella, camina junto a mí y concédeme una selfie.

Es todo.


Cartas cruzadas

Oasis de Kharga, ¿septiembre o enero del 5 o 500 A.C.?

Hola, ahora que ustedes han removido el escombro de mi cuerpo, que han vulnerado mi sueño y me han colocado ante Ra sin dejarme maquillar mi tiesa y podrida piel, mis labios desarticulados y carcomidos en su parte superior, mis ojos, o las partes que quedan de ellos, sin la línea de profundidad hacia los lados, como nos era usual, que han osado ver sin mi consentimiento mis partes pudendas derruidas, sin elasticidad, sin aroma, sin frescura, sin gracia erótica, sin siquiera barro del río en mis pies. Ahora que me toman en sus manos como a un cuero tieso, porque carece de agua en absoluto, de carne, de trigo, de órganos, ahora que ustedes tan distantes y tan ajenos a mi dolor en las rodillas, a mi picazón en los pies y en el estómago, a mi lengua y a mi voz sin saliva, tan indiferentes a mis hijos muertos, a mi padre y a mi madre que los recuerdo solo desde niña, al hambre que había que cargarla como una prenda más…
Ahora que ya le devolví al río toda el agua que tomé, a mi dios Ra el calor que mantuvo vital este cuerpo, a la luna y a las estrellas mi asombro y mi precariedad. Ahora que ustedes han expuesto las miserias descarnadas de este cuerpo que poseyó y se hizo poseer en la única fuente de vida, principio,-fin, norte-sur, madre-padre, pasado-presente, quizá futuro de todos los seres y los dioses que ayudaban a que no fuera tan insignificante la vida ni tan pesado el fardo de las noches, manteniéndonos la ilusión de la prolongación de la existencia después del ocaso definitivo. Ahora les digo, que rota la ilusión, desengañada mi alma, secas y enjutas mis provisiones, removida la tierra que me poseyó como su amante de eternas pasiones, que se encargó de lamer mi piel día y noche, siglo a siglo, que absorbió primero el ungüento y las cremas de raíces y jugos de plantas con que maceraron el cuerpo inerte el día que partí al encuentro con Osiris, donde pesaron mi alma en presencia de Anubis, de Thot y de Maat. ¿Dónde están ellos que no me protegieron de sus picas y sus palas, dónde está Api para que los arrastre en una de sus crecidas, dónde Amón, Atón, Monthu? ¿Dónde han ido? ¿O es que, acabada la carne, la humedad de los cuerpos, la fragancia de nuestros ungüentos, desflorada y pétrea la piel, ya perdimos su interés y nos dejan expuestos a la decrepitud, a la insolencia escrutadora, al morbo insidioso de unos seres tan enfermos en sus almas como otrora los cuerpos en nosotros?
Les escribo estas líneas desde la orilla de mi oasis, lejos de los centros de poder, y por tanto lejos también de las grandes esculturas y símbolos que caracterizaron la epopeya del imperio egipcio –eso me lo cuentan ustedes, yo ni cuenta me di. No hago parte entonces de la historia conocida que circundaban los palacios, y para los cuales mi vida era menos que insignificante. Partícula de arena errante y desértica, como lo fueron sin duda todos los hombres y mujeres, ricos y harapientos que me antecedieron casi durante treinta siglos, que vivieron como yo a la orilla del agua, que amaron, guerrearon, pasaron hambre y elevaron los ojos al cielo en busca de la respuesta que todavía ustedes se deben estar haciendo a pesar de que hayan pasado dos mil años.
Qué bien me siento con este ente igualitario que es el tiempo, y observo el ayer primario de mis antepasados tanto como a las cuarenta generaciones que me han sucedido y de las cuales solo una y media puede decir: existo. Si no fuese por las evidencias de sus huellas y objetos, podríamos afirmar que nunca existieron; fantasmas e historias con las cuales los hombres y las hembras buscaron entretenerse para gastar de alguna manera su ración de tiempo a la espera de que las circunstancias y los elementos degraden las evidencias. Conozco la noche tanto como decir que el desierto conoció mis pies descalzos; centenares de miles de noches heladas acentuaron mi rigidez y la luz de los días han mantenido el brillo y el color de mi pelo y de mis pómulos.
Cuando tuve uso de razón me encontré consigo misma detrás de los dátiles. Cuando ya la razón para nada me servía, estaba entre los dátiles, arenas y palmeras. De niña corría sin apremio alrededor de ese inmenso estanque y gritaba y reía. En ocasiones también lloraba: entraba arena en mis ojos. Sosteniéndome con una mano danzaba de palma en palma, y había ocasiones -en noches claras- en que más rápido danzaba y corría y gritaba, y los gritos y medias voces se hacían distantes contra las dunas y las colinas, y otra vez de vuelta… Y la tormenta de arena de nuevo presente, y yo de espaldas contra las palmas más gruesas jugando a volar, la cabellera al viento -lisa para entonces- mis brazos extendidos hacia adelante sin dejar de cantar y reír, mis piernas y mis brazos mordidos por los dientes finos de la arena. Era feliz. La calma me abrazaba y el aire era nuevo y limpio, frotado con arena y lavado con aguas de olores de otras plantas y otros árboles extraños a mi gran mundo de arena y a mis noches jamás exentas de estrellas. Y en una de esas noches en que el cuerpo se siente más liviano y el deseo de volar nos lleva hasta las puntas más altas de las palmas, observando con envidia el refugio de la espora y de las flores, apareció Ella, la Tormenta, que ha tiempo atrás llevó mis voces engarzadas en la arena y en los vientos indomables, de otros niños, de otras niñas, que al igual que yo cantaban y corrían entre las palmas en cuan distantes lugares y a la orilla de un estanque. Cruzamos nuestras penas. Atenuamos la orfandad.
Antes de regresar al refugio de la arena, quisiera mirarte, pero no estoy segura. Temo que detrás de mis párpados cerrados haya una cavidad desolada. Entonces no sería humana la mirada. Sería mirada de muerte; y aunque como ven, tengo una gran experiencia sobre ella, para qué envolverla en el misterio y la profundidad abriendo los ojos.
Ahora que han fotografiado mi rostro, llévenle una foto a mi amante, que debe estar por ahí cerca; querrá verme, lo sé. Lo identificarán por un rizo mío que lleva en su oreja izquierda; y si ya han saciado la impudicia de observarme, déjenme regresar a mi noche de tierra y de luz, déjenme ocultarme nuevamente para que las lagartijas y los alacranes sigan haciendo sus nidos entre mis oquedades -por ellos he sabido que la vida ahí arriba continúa- por sus patas y sus cuerpos fríos ha seguido erizándoseme la piel, Eros recordándome la vida. Por las tempestades de arena incesante puedo afirmar que conozco mi desierto, y que cuando ya no los escuche ni les sienta sus pelos y sus patas, ni se vislumbre el resplandor, ha de asaltarme la intriga preguntándome: ¿A qué extraña noche hemos pasado?
Desde una noche de cien mil estrellas con el agua mojando mis pies, y las arañas, lagartos y salamandras tejiendo y haciendo sus nidos en mi sexo.
Atentamente,
Masershup



Querida Maserchup
Hija del agua y de la arena

No pretendo que me reconozcas; con todo, debo presentarme. Para no confundirte con el espacio-tiempo te diré que nací cuarenta generaciones después de ti, promediándole a cada una de ellas cincuenta años de vida y teniendo en cuenta que cada año corresponde a las trescientas sesenta y cinco veces en que la luz del sol se posó en tu río, en tu limo, en tu arena. Se preguntarán el porqué me dirijo justamente a ti y no a antepasados tuyos hasta con cuarenta generaciones. La razón: de ellas no tengo mayores evidencias, generalidades a lo sumo. De ti tengo la imagen de tu rostro, ausculto el calor de tus facciones, deletreo tus palabras, juegan mis manos entre tu cabellera y completo en esos labios carnosos la redondez de un beso sin complejos: me gustas, eso es. Para ser más exactos, tropezó la luz en mi cara en la última mitad del último siglo del milenio. No hay río allí, ni limo, tampoco trigo. No vi embarcaciones ni pirámides, no salió a saludarme ningún dios de los tantos que eran tuyos. Vino otro moderno, dicen, vecino tuyo en espacio-tiempo. Qué extraño que no lo conocieras -si estaba en todas partes- y ha seguido estándolo, me aseguran, en los últimos dos mil años. Reitero, no cerca de un río grande como el tuyo, o mejor, de ningún río; sobre una meseta mediana con una montaña desnuda y gigantesca al frente. Yo no construí pirámides. Desde el cementerio viejo la observaba majestuosa. Sin vegetación. Cien de las tuyas. Expuesta al igual que allende al sol sin sombras. Una diferencia: envuelta en un aire frío. Ya sé por qué las construyeron. A falta de montañas había que hacerlas. Sin ellas y con el mar lejos, se hace difícil pensar.
Observándote nada me hace pensar que no te he conocido y que apenas he dejado de verte hace algún tiempo; puedo dilucidar entre las comisuras de tus labios el blanco de tu dentadura y el relieve interlabial, frescas aún tus últimas palabras. Desde los músculos zigomáticos hasta las mandíbulas, entre la mejilla y el mentón, están inmunes sus terminaciones nerviosas, las fibras elásticas, las pecas que revolotean su piel, la melanina que da color a tu rostro. Y aun faltándole su septo nasal, es definida tu nariz mediana y la ausencia de amargura en tu rostro. Estás serena, impertérrita, con los cabellos revueltos -no por ti- sé que dormiste peinada, por los torpes que te tomaron la foto y no tuvieron la gentileza de presentarte tal cual eres. ¿Envidia de verte tan bella y frugal? ¿Envidia de saber que poco antes de morir con los pies en el agua, la espalda desnuda en la arena, eras excitada en tus nervios lumbares y sacros? Es justo el relax que transmites en tus ojos cerrados y en tus párpados esbeltos. Es la certidumbre tranquila que da la conjunción desierto-oasis-estrellas. Es el saber que seguirá siendo propiedad de tus pasos, refugio cambiante -según las tormentas de arena- para tus huesos, tus noches eróticas, tu acendrada cosmogonía. Es la libertad total de abandonarlo todo sin perderlo en absoluto.
Amada Maserchup, hija de la vasta noche de milenios, abre tu boca y dime: ¿qué emociones, asombros y desconciertos has experimentado en ese camino que emprendiste desde el Valle de los Faraones hasta esta esquina continental y amazónica? ¿Contaste las guerras a que ibas asistiendo, las reconciliaciones e inmediatas traiciones, llevaste la cuenta de los reinos tontos, mediocres e insulsos que aparecían hoy solo para ser aplastados mañana? ¿Observaste el rostro de terror, los múltiples gritos en distintas voces, las expresiones en disímiles lenguas que iban emitiendo los fantasmas corpóreos que cual espejismo se sucedían en esa suerte de decorado universal? ¿A cuántas verdades, testiga de excepción, asististe? Sabes más que nadie de las verdades absolutas de las emitidas por decreto, de las dogmáticas e irrelevantes, de las ruines por abyectas. Sabes qué poco duraban y cuán más absurdas le sucedían. Promontorios inútiles. Obsesiones terrícolas.
Andes y desierto, buen contraste. Esquina norte de cada continente. Coincidencia. Yo aquí, tú allá, yo hoy, tú ayer, yo ayer tú hoy. Entonces te hubieras animado a escribirme, ¿verdad? Comienzo de cañón, pozo de agua asediada por la vida, cercada por la arena.
Te gustará saber, y seguro que te gustaría observar juntos, cómo la naturaleza ensayó el cañón de la Higuerona a través de esa larga cuenca, pero que a diferencia del cañón mismo, y por la mayor altura de los picos que se formaron, la calidad de las cenizas que la constituyeron y la menor intensidad de los rugidos cataclísmicos que la acompañaron en su gestación, al menos en la vertiente opuesta, fue más benigna con la vegetación, con el agua y la fauna. Anduve y andaría contigo nuevamente en la formación misma del arroyo que va mojando los pies de la montaña que se explaya, ya cerca de la desembocadura por entre las piedras color ladrillo -todas las formas- y que son las mismas que existen quebrada arriba, desapercibidas allí, irrelevantes, en reserva de siglos esperando una creciente para dejar el color sombra y pintarse de luz y sol en las costillas. Son las piedras que por sus formas hubiese querido una catapulta para aplastar una frente o desmembrar a un futuro guerrero, todavía en la cuna, restándole la posibilidad de aspirar el pavor y lucir su temeridad. Esbeltas, con redondeces de mujer, perfumadas con aromas de raíces coloradas, medio cuerpo dentro, medio fuera del agua, tibias con la luz de la media mañana, solo les resta otras redondeces desnudas como ellas y sobre ellas, para hurgar en lo más íntimo, y entre ellos, desnudos como ellas, desnudo el sol y el firmamento, desnuda el agua de sus sombras, regresar a la concha del cedro y del laurel, al vaho eterno de las nubes que besan la piel de la laguna. Inicio de su andar. Profundidad de sus orígenes.
Para los registros de la muerte da igual que hayas nacido en el 5 o en el 500 A.C. o en al 1000 o 1500 D.C. Te habrías encontrado con Horacio, con Omar Khayam, te habrías enredado con Cervantes y con Shakespeare. Te habrías enterado que Colón zarparía buscando un destino equivocado, que Gino Bruno fue pasado por la hoguera solo por observar los astros. Te habrías encontrado de frente con las pestes que mantenían a raya a los habitantes europeos y a los otros también. Te habrías resistido a creer que estando de primera en la lista de muertos, podrías observar desde la punta opuesta de los años -como una secuencia fotográfica, la caída, cual baraja de naipes- de cientos, miles y millones de seres que se erguían cual sombras en perspectivas para ser remplazadas por otras casi idénticas, que a su vez eran remplazadas por otras, hasta encontrarse con una sombra muy parecida a la suya, que empezaba ya a dejar de ser eso, sombra.
Debo decirte: muchas cosas han cambiado y abismales son las diferencias en los elementos personales que te rodearon y nos rodean, en las cosas que los hombres y las hembras han construido para ayudar o aliviar los quehaceres, para entretener, para ir ocupando el tiempo y los espacios que le sobran. También para eliminarse. No es necesario tan siquiera que los hombres fecunden las mujeres. Las cimas más altas y las profundidades más inaccesibles, lugares considerados ayer sagrados, presentan el estigma de la violación. A escasos lugares habitados les acompaña la oscuridad. Las sombras de las personas son de uso corriente en la oferta y la demanda, y por primera vez en cinco mil años los muertos de muerte natural, diagnosticados precozmente muertos sexuales, han muerto felices previa a su muerte definitiva, porque han resucitado tragando la cicuta azulita del deseo.
Querida, amada y deseada Maserchup, llégate a mí, deja por un día tu entorno y ven conmigo a la quebrada, por el camino recogeremos y comeremos moras negras, diminutas, guayabitas ácidas y arrayanas. Verás que esta también ha podido ser tu casa; recogeremos piedras con jeroglíficos, cantaremos las canciones que tú cantabas y las que me han gustado, rodando abrazados por entre los peñascos. Hablaremos de la piedra, del agua fría, del pezón sin leche, de la hierba parda. Sentirás la diferencia de correr entre las piedras apartando los arbustos. Te enseñaré la rosa y el clavel y jugaremos a la guerra con proyectiles de jazmín adornados con pétalos de dalias, y te bañaré con agua de poleo y malvarrosa desenredando tus vendas y regresándote atravesando un mar de umbrales para enredarte en mi geografía, yo en la tuya, y ser Andes y desierto, río de tus entrañas, quebrada de mis amoríos. Y te amaré, lo juro, en un pozo que haré tuyo y llevará tu nombre, y sentirás el contraste del agua fría y los cuerpos cálidos, y haremos un caldo de cangrejos para atizar las pasiones y poner en  entredicho cuál tiempo fue el que pasó, el de ayer o el de mañana, y enredar estos dos cuerpos que quisiera fueran crineja.
Como le dijo Bolívar a Manuelita:

Tuyo, inmensamente tuyo, mi entrañable Maserchup.


Carlos Arturo Vargas Carreño, frente al mercado de Budapest


viernes, 15 de mayo de 2020

La pandemia es una fake news


Javier Orlando Muñoz


Ha sido abundante la información que he recibido en estos largos días de pandemia, tanta, que la verdad, no ha sido posible revisarla en su totalidad, sin embargo, hay algunas páginas que alimentan la memoria y que impulsan las afecciones, como las que recibí de Javier Orlando Muñoz, antiguo condiscípulo en la Universidad del Cauca y quien ahora se dedica a la docencia y a la investigación en Popayán, tras haber finalizado su doctorado en Filosofía en la Pontificia Universidad Bolivariana. Les comparto el texto que me envió Javier, el cual significa, además, un agradable reencuentro después de 20 años.


La pandemia es una fake news

Por: Javier Orlando Muñoz Bastidas.
javiermarduk@gmail.com

Es innegable que el virus existe y que ha cobrado la vida de miles de personas; pero lo que también es cierto es que es un virus de miles que están activos en la actualidad. La reflexión, entonces, habría que centrarla en la forma en la que el virus ha sido utilizado como un instrumento de control social. Ésta forma de control tiene unas características muy concretas: fomento del pánico desde información parcial, sesgada y falsa en redes sociales; ejercicio de una nueva forma de violencia sobre el individuo; promoción del individualismo como un falso cuidado de sí; reafirmación del sistema económico regente, desde la crisis del mismo.

Muchos sociólogos afirman que estamos en la época de la posverdad, que quiere decir que a los individuos y la sociedad ya no les interesa la verdad, sino que lo que los mueve y les interesa es la búsqueda de información emocional, es decir: de información que les conmueva una sensibilidad simple e inmediata. Posverdad no quiere decir que se ha superado la verdad, quiere decir que la verdad ya no interesa. Pero no la verdad trascendental y metafísica, sino la verdad que es el resultado de un análisis riguroso, de una argumentación suficiente, comprobada o de una verdad interna. Lo que mueve las redes en el mundo actual son las fake news o noticias falsas.

El virus existe, pero ha estado sustentado desde la hiperdifusión de fake news, lo que ha generado pánico, como consecuencia esperada y evidente. Si durante el siglo XIX los individuos se controlaban mediante un disciplinamiento directo por las instituciones del Estado y durante el siglo XX se ejerció un control indirecto por parte de los medios masivos de comunicación, durante éste siglo XXI el control es inmanente y ejercido desde las redes sociales, esto quiere decir que el individuo se encuentra inmerso en un sistema de control que no percibe, pero que acepta voluntariamente. Es la inmanencia del sistema de control lo que hace que el individuo lo acepte. Las noticias falsas sobre el virus, es lo que ha hecho que el individuo asuma de forma voluntaria las medidas que se le imponen. El pánico no es generado por una violencia física o social, sino por falsa información. Lo importante es comprender la intención con la que se difunden las noticias falsas.

Pero en sentido estricto, el pánico es una forma de violencia, sólo que es una violencia que se la hace pasar como un cuidado del individuo. Se violenta al individuo, con el objetivo de “cuidarlo”. Lo anterior se puede ver no sólo en el control violento y de vigilancia continua por parte de las fuerzas policiales y militares, sino en la violencia que los mismos individuos ejercen sobre otros individuos. ¿Cómo es esto posible? El pánico hace que el individuo ejerza una violencia sobre aquellos que pueden ser una amenaza: los individuos que se exponen o que deben exponerse. Los otros se han convertido en los enemigos.

Lo anterior ha generado la reafirmación del individualismo, propia del sistema social y económico regente. Dicho sistema promueve el individualismo porque éste genera un mayor consumo. De igual manera promueve una falsa diversidad y multiplicidad, porque éstas promueven también las dinámicas del consumo infinito. Es por esto que en las últimas dos décadas se afirma de forma casi obsesiva el cuidado de sí: Spa, gym, terapias, medicina alternativa, mindfulness, artículos de belleza, la moda, los centros comerciales. Pero lo anterior es un falso cuidado de sí. El verdadero cuidado de sí, desde los griegos antiguos, es el autoconocimiento y creación de sí. Pero lo que encontramos en el mundo contemporáneo es un individualismo, que es una exaltación del yo sin conciencia ni conocimiento.

De esta forma, si el virus ha sido utilizado como una forma de controlar al individuo, la pregunta debe ser: ¿Cuál es el objetivo? Hay que recordar que el 2019 fue el año de grandes movimientos sociales de indignación, lo que ha sido controlado con el establecimiento de la cuarentena y la prohibición de la reunión de conglomerados de individuos. La protesta social fue controlada. El control de la protesta social, los millones de individuos confinados lleva a que el sistema económico y social se reafirme, en la medida en que puede imponer fácilmente sus condiciones. Por ejemplo, gran parte del panorama laboral de contratación se verá afectado durante y después de la cuarentena, lo que generará una crisis en la estabilidad económica: contratos por OPS, por horas, contratos sin seguridad social y a corto plazo. Ante ésta dinámica el individuo (aislado) será poco lo que podrá hacer. La amenaza de un totalitarismo global ya no es una distopía, sino una muy cercana y triste posibilidad.

Popayán, abril 2020.

martes, 21 de abril de 2020

Piedra vacía de Felipe García Quintero



Porque la muerte es irse y ya
Felipe García Q.

Piedra vacía fue publicado inicialmente en Ecuador en 2001 y posteriormente reeditado en Sevilla por Ediciones de la Isla de Siltolá en 2017. Es, sin duda, un libro complejo que no admite una sola lectura, ni permite que esta sea rápida. Tiene el encanto de la dificultad y al mismo tiempo la suavidad de la palabra insistente que no deja de invitar a descubrir los diversos enigmas que por sus páginas serpentean.

En mi breve lectura, que quizás apenas reincida sobre los asuntos que ya vislumbró el poeta, he seguido la misma ruta de los apartes que conforman el libro. 

Agua rota o la vuelta sobre el antiguo problema del lenguaje:
Nombrar y crear, escribir y borrar, con la palabra como vehículo para el silencio: escribir para callar (acaso una evocación de Zenón de Elea).
La escritura como la única realidad del poeta, aunque escribir sea una ruta muerta o la certeza de la muerte. El autor afirma sin ambages y con sutileza que es el trabajo de tu muerte.
Como un filósofo poeta, García Quintero elabora preguntas sobre su concepto esencial o sobre su esencia como poeta: ¿es la escritura el aire? ¿Es el silencio el que escribe?
Sin preocuparse por las respuestas, cierra este primer círculo con una contundente certeza: “escribo para dejar de escribir”.
Agua rota o la escritura como fatiga del lenguaje.

Lleno de nadie reincide en el diálogo íntimo con la escritura, con esa presencia activa devenida necesidad, sutileza insaciable.
Ahora el autor apela a la escritura breve, aforística, sentenciosa (una vigilia con Ungaretti y su herida). Así, entonces, el lenguaje anhela la forma del vacío.
La escritura, dulce enemigo.
La escritura una presencia indoblegable.
La escritura una danza para derogar la muerte.
Y aunque el poeta niega su elemento, a toda costa decide embellecerlo.
Lleno de nadie, sutil trazo que anula la muerte.

Decir el grito o la metafísica de la piedra.
García Quintero indaga sobre la casa del grito; ubica su Morada al sur y vuelve para, sigiloso, levantar el puño. Ahora ha entendido que la piedra es sabia en su mudez, que su cuerpo (memoria) reconoce las raíces del grito y se adentra en el arte del acecho.
La piedra mística que el poeta ausculta, es la única abuela de una tradición, de un ancestro guerrero que todo lo ha confiado al esqueleto de la montaña: la piedra.
Decir el grito o encontrar en la piedra la oquedad, la fuerza del abismo, la hermandad con el vacío.

El vacío del aire es un fluir lento al que el poeta acude de la mano de Heráclito (“Me indagué a mí mismo”). Para ello, inicia un itinerario del despojo. Tal vez en el vacío residan las respuestas del lenguaje.
Una mirada a la infancia, a la casa de la piedra, a su primer encantamiento cuando todavía no lo aferraba la escritura.
En adelante, el deambular y la danza de esta triada: el viento, el vacío, el aire.

Piedra vacía o el despojo de la condición de autor.
Ya no importan las certezas, vale más el camino esbozado: la piedra como morada, como potencia escritural. García Quintero es afortunado porque no todos los poetas encuentran su casa, su lugar para guardar la mudez y los huesos.
En la infancia, su persistente aliada, recibió los sustratos para amansar el lenguaje. Allí el silencio, la nada, la soledad: los juegos del tiempo. Asimismo, la piedra y la montaña que se anunciaban como un presagio de la escritura.
Piedra vacía o el mantra para dejar de escribir.

Para el lector, es apenas el momento de ofrecer un balbuceo. Pero como este texto fragmentario dista mucho de ser un análisis y se sostiene tan solo como un recorrido intuitivo, prefiero convocar a otros lectores para que sigan la voz de Felipe García Quintero en estos cuatro poemas que he seleccionado.


VII

recuerda alma mía, que vamos a morir.

Será bajo la lluvia discursiva que traen los recuerdos, la que anuda las manos a la escritura.

Sin queja moriremos. Esta será la noche y no habrá otro lecho para morir, porque la muerte es la hierba del deseo que se alimenta con el cuerpo.

(Y la luna miro en el cielo: caballo que inmóvil se desboca)

Recuerda que más tarde vendrá la hoz, y seremos uno en las manos del pastor nocturno.


X

sientes llegar el hambre y le escribes: Amor, Patria, Dios. Las posibles palabras que puedan tapar el roto por donde la vida escapa.

Quieres escribir ahora que las palabras no encuentran su lugar en la carne, mientras en el vacío de Hamlet cae la noche blanca de Macario, y por el deseo sin amor se llena la escritura.

Tienes hambre y callas, porque bien sabes del enemigo rumor de la belleza en el tiempo. A pesar del hambre no hablar de hambre.


XXX

Aún sin llegar la voz palpa las montañas.

Porque es aliento y latido, astro del triste,
así camina el decir de la piedra.

A cada línea se levanta una colina de paisajes,
de cada recodo se eleva un pájaro imaginado.

Terrones de sílabas el bosque inmarcesible,
huerto el horizonte que espera.

Y junto al río, el habla de cavar,
la lengua mineral donde el agua sedienta de los vocablos
cautiva bebe puñados de luz a tientas.

Hueso del aire donde germina la piedra.


XV

evito las palabras. A cada palabra evito las palabras.

Con cada paso. Cuando escribo no quiero usarlas; no quiero tocarlas cuando hablo.

Escribo para dejar de escribir.



Felipe García Quintero (Colombia, 1973). Es profesor titular del programa de Comunicación Social de la Universidad del Cauca, en Popayán. Entre otros, ha publicado los libros de poesía: Vida de nadie (Madrid, 1999); Piedra vacía (Quito, 2001); La herida del comienzo (Granada, 2005); Mirar el aire (Bogotá, 2009, Buenos Aires, 2016); Siega (Bucaramanga, 2011, La Paz, 2017); Terral (Montevideo, 2013, Roma, 2015); Diario sucio. Un viaje por México (San José de Costa Rica, 2015), Algún Latido (Valparaíso México, 2016).



martes, 17 de marzo de 2020

En una tarde de sombra llega la poesía

Es cierto, lamentablemente cierto: el miedo sigue siendo esa poderosa arma que nos controla el inconsciente. Las invisibles manos que tejen el horror hasta con nuestra sombra, se apuntan un nuevo triunfo. El antiguo precepto de la teoría política "divide y vencerás", se revitaliza en el siglo XXI como "Aíslate y te protegerás" del VIRUS, del retorno de la peste. ¿Acaso no es así cómo han querido vernos? ¿Quietos, encerrados, negándonos el mundo que, incluso la misma dinámica del consumo, nos ha vendido? 

Pero no, mi interés en esta tarde no es seguir con el mismo juego que nos proponen para seguir hablando del COVID-19; prefiero, en cambio, establecer una barricada con libros y música. Sí, muchos libros y mucha música. Entonces, de mis lecturas recientes retomo una que estaba en mora de reseñar o más bien, de compartir, pues a veces, ante la contundencia del poema, prefiero soltarlo e invitar a los lectores a experimentar sus propias sensaciones. 

Cuerpo Laborioso, de Hernán Vargascarreño (Ediciones Exilio, 2019), nos anuncia una voz que va concretando búsquedas, que ya puede volver sobre los OFICIOS del camino recorrido y entonces establece diálogos en la pausa del final de la tarde, con esas presencias que siempre lo han acompañado. Diálogos que son HEREDADES y al mismo tiempo HOMENAJES. El cuerpo, que ha recorrido las incertidumbres y se ha lanzado al azar con ese afán del que no olvida lo efímero, empieza a encontrar algunas certezas: el reino de la nada, la belleza de la muerte, la latencia de la palabra y las dos principales: la dicha de estar vivos y la imprescriptible Voz de la Poesía. 




Revivo la experiencia de Cuerpo Laborioso en una tarde de sombra y no puedo dejar de compartir una breve muestra.  


INÚTIL OFICIO

                                              En la distancia frágil de la página,
                                              el anima es rastro, solo fuga:
                                              cuaja entonces inútil el poema

                                                   Armando Rojas Guardia

Sé que llaman inútil este oficio
que ejerzo con la palabra.
No me preocupa tanto
como la ausencia del colibrí 
que todas las mañanas
viene al árbol de ciruelas
que se asoma a mi ventana.

Poco me llaman la atención
los reveses del mundo
- tan lejanos a la libertad de la poesía -
si eso me permite el paso de las nubes haraganas
sobre este pedazo de tierra que llaman patria.

En cambio, la voz de la Poesía
nos urge desde todos los tiempos
y hemos de estar atentos a su llamado.

¿Lo ven?
Divagando en ociosidades
casi olvido al colibrí,
que sigue sin venir al árbol
que me habla desde hace algunos años.

Inútil oficio este,
incapaz de hacerlo aparecer,
casi inmóvil,
rompiendo el aire con su belleza
y su descarada iridiscencia,
y de paso, haga hablar al ciruelo
de otros temas que no me apenen tanto,
como el trabajo de ser un árbol para los pájaros
o su fundamental oficio de parir sensuales frutos.


POEMA DESVANECIDO

Aquí iba la palabra Amor
y otras lamentaciones menores.
Ya las taché.

Enseguida había escrito Ilusión
pero quedó anulada
por pretenciosa.

Luego asenté Tristeza o algo así.
La acabo de eliminar.

No borré la palabra Soledad
porque me apenó
su indefenso esqueleto.

Solamente quedó la pulcra Nada
con la invisible sombra de su Soledad.


CUERPO LABORIOSO

Este cuerpo se ocupa bien
de todas sus labores:
allí late el corazón desprevenido
y la sangre labra sus caminos sin tropiezos.
El alma se extasía ante el pájaro que tiembla
en la rama que se asoma a mi ventana.
El bien y el mal se solazan ante el espejo
que hay dentro de todo ser, implacable.
El amor sale de su gruta, a solas,
y tras él sus fantasmas, como suele suceder.
Los ojos siempre queriendo avistar
más allá de lo que pueden sus deseos
- necios que son.
Todos los sentidos en sus luchas cotidianas 
libando y deglutiendo aquí y allá,
hurgando en los frutos más inalcanzables.
Las entrañas recordándome socarronas
que solo soy un hombre sobre la Tierra.
Y la posible enfermedad
gestando el tumor que acabará con todo,
mientras esta mano izquierda recela
lo que va tramando la derecha:
Palabras, únicas sobrevivientes,
alimentos como este pan y este vino
que me observan desde toda la belleza
de su silencio.


KAVAFIS

Puliendo un poema en un bar
le han dado las seis de la tarde
sin dar con una palabra que precisa.

Mira hacia la calle y ve fulgir el tiempo
en un muchacho que pasa despreocupado.
Y no sabe a qué prestar más atención,
pero sabe que los dos son vitales a su angustia.
Guarda sus papeles y sale tras el joven
- inocente él de las miradas que lo abrasan -
Solo el fuego gris de una mirada indefinible
le basta y regresa al bar.

Ahora poema y muchacho
han unido su belleza en el papel.
La palabra precisa, anhelada y buscada,
deambulará en la mirada del mancebo
por alguna callejuela del puerto,
pero alguien habitado por la Palabra
la ha signado con pasión
en las líneas de un poema.

Enciende un cigarro, 
apura un trago fuerte
y se prepara con más ánimos
para el cuerpo del placer
de la noche alejandrina.

Casi un siglo después
joven y poeta son mísero pasado
que recorren el alma de este lector,
pero el poema, sigue tremolando
su viva pasión entre mis manos.







lunes, 6 de enero de 2020

No solo la noche es Oscura

Uno pensaría que insistir en escribir sobre la Colombia desangrada, vuelta tantas veces en contra de sus hijos, ahogada durante décadas en su propio horror, exhausta de tanta sangre que nos ha salpicado hasta el alma es algo que ya no trae novedad creativa, pues la información abunda y las páginas que sobre esa temática se han escrito ya sobrepasan cualquier estadística. Pero aunque la lógica de este argumento reclame su razón, la buena literatura siempre tiene elementos contundentes para irrumpir frente a las lógicas omnímodas y traernos novedad, nuevas miradas, nuevos ejercicios de memoria, nuevos ángulos y también para corroborarnos que aún no se han acallado todas las voces.

Juan Carlos Pino Correa logra conjugar en una nouvelle de solo 120 páginas, la voz de las víctimas, de los exiliados, de los masacrados, de los familiares que no olvidan a sus seres desparecidos, y lo hace con frescura narrativa, con sencillez descriptiva, con el ímpetu y arrojo de las voces de a pie, de las que tejen la historia sin alardes de retórica. Y a todo esto le suma un plus en algunos apartes (como el que les trascribo más abajo) con espíritu y voz poética.

Los invito a que descubran a este juicioso autor que desde el Cauca nos entrega una narrativa para no olvidar nuestra historia por más dura que sea, pues, olvidaba decirlo, el hecho sobre el que se basa su trabajo novelístico fue la brutal masacre de Los Uvos, ejecutada en los municipios de La Vega y Piedrasentada en el departamento del Cauca, el 7 de abril de 1991.    



A continuación les comparto el fragmento de No solo la noche es Oscura, titulado "Quince"


Quince

Dos piedras tenía él. Una en cada mano. Yo imagino el momento en que, instintivo, se agachó y las cogió del borde de la carretera como si ellas pudieran protegerlo.

Ingenuo. Muy ingenuo.

Es muy probable que un minuto antes haya escuchado disparos.

Previo a ese repiqueteo de muerte yo lo imagino apurado, cortando la carretera por los atajos para hacer más corta la travesía, silbando a pesar de la prisa por llegar al pueblo, o quizá por ello, porque sabía que no faltaba demasiado para estar en casa. pero los disparos cortaron la melodía y él aligeró aún más el paso entre los matorrales para ver qué era lo que sucedía.

Eran disparos, sí, podía reconocerlos en esa tarde de domingo que menguaba.

Cuando salió de nuevo a la carretera sin asfaltar se horrorizó con la escena que apareció ante sus ojos.

Nunca sabremos si la muerte ya había acabado su festín o si apenas lo iniciaba, pero sí sabemos con certeza que él se agachó y cogió dos piedras, no tan pequeñas, no tan grandes. Una en cada mano. A lo mejor los ocho rostros de la muerte se burlaron al verlo tan sorprendido o tan valiente. Quizás a esos rostros se les desencajó la mandíbula de tanto reír a carcajadas y terminaron babeando sus camuflados verde oliva mientras se acercaban para señalarlo con aquellas armas que parecían ramificaciones malévolas de los brazos, mutaciones provocadas por la sevicia y la maldad. 

Pero él no dejó caer sus piedras.

Por el contrario, las apretó con más fuerza y fue capaz de sentir la dureza de sus bordes, el poderío que contenían adentro. Ellas habían contribuido a erigir castillos y a derribarlos. Y también imperios. Estoy segura de que se aferró a las piedras con vehemencia como si el mundo estuviera a punto de desplomarse y solo el contacto con aquel poderío extraño e infinito pudiera llegar a ser el santo y seña de la salvación. Quizá las apretó tanto que sus dedos llegaron incluso a engarrotarse mientras veía impotente cómo se habían apagado unos rostros conocidos bajo los relámpagos cegadores. Es probable también que haya pensado en lanzar las piedras, o que las haya lanzado aunque sin tino alguno y enseguida se hubiera agachado a recoger otras dos. La única respuesta a su osadía fue el renacer de unas risas infames que consumieron la última luz de la tarde. En esa oscuridad nueva, o en esa oscuridad eterna, los ecos amplificados de las risas se hicieron más punzantes, como si fueran una especie de banda sonora con aires macabros y apocalípticos, una banda sonora que habría de marcar los compases y los ritmos de lo que sucedería enseguida.

Pese a la resistencia y al instinto, los muchos brazos de la muerte le hicieron doblar el cuerpo hasta hacer que su pecho y su boca tocaran el suelo. Entonces él cerró los ojos con fuerza, con toda la fuerza de que era capaz, y dejó que los insultos pasaran sin rozarlo porque se puso a pensar en que la tierra que ahora tocaba era la misma tierra que él había arado, la tierra que él había sembrado, la tierra donde había echado raíces como esposo, como padre, como hijo, la tierra donde se hizo profesor y donde también se fortaleció como campesino. 

Supo con certeza que ya se había hecho de noche para todos cuando sintió que aquella tierra tan suya, la tierra donde ahora yacía, estaba humedecida. Sí, humedecida, no de lluvia ni de rocío sino de sangre. La de él, la de las otras víctimas y la de la humanidad entera.



Juan Carlos Pino Correa es un escritor colombiano nacido en Almaguer, Cauca, en 1968. Ha publicado las novelas Hojas sin nombre, Los habitados, Noche de fusiles y La piel sagrada, y el libro de relatos Los escaques y la noche, así como las crónicas de viaje Mirada al Sur y Hacer camino en la Mancha. Desde el año 2000 se desempeña como profesor del Departamento de Comunicación Social de la Universidad del Cauca (Popayán). Es comunicador social, abogado y Ph.D. en Investigación en Artes y Humanidades.