martes, 2 de septiembre de 2014

La poesía: "mi religión y mi coraza". A propósito del poemario Tempus de Hernán Vargascarreño


Ávido de novedad, serpenteando la esquiva noche citadina, cautivado por la palabra insomnio, discurro a la espera del auspicioso lugar donde las voces me asalten con sus bálsamos. Y aunque casi siempre es la soledad la que logra afianzarse, a veces me adentro en los resquicios del tiempo para auscultar otro latido, otra marea, otro silencio. Justamente, hace unos pocos días, la inenarrable noche me concedió el poemario Tempus (ediciones Exilio, junio de 2014) de Hernán Vargascarreño, una suerte de retorno al mito amoroso, quizás el más puro de los que se han cantado. Allí el autor tercia en el diálogo exquisito y perenne que sostienen el Amigo y el Amado (Antínoo y Adriano).

Afianzado en la siempre lúcida Marguerite Yourcenar (quien funge como presencia activa que describe una ruta) Vargascarreño traza una cartografía para llevarnos por cuatro inagotables lugares de la memoria: La dicha, El oráculo, El sacrificio y El dolor (que podríamos parafrasear como el camino, el retorno, el paso y la huella).

Aunque esquivando elaborados conceptos, el libro es rico en reflexiones que se filtran sutilmente, verso a verso. Verdad y tiempo son apenas elementalidades que fluyen,  nociones leves que buscan reafirmar lo humano, precisamente en su condición efímera:

“Los dos nos sabemos peregrinos,
débiles criaturas que el universo borrará”.

Para el poeta, la materialidad es certeza que enaltece (“me purifico en tu cuerpo”) pero que al mismo tiempo le recuerda su carácter leve, su forma pasajera, su constante abrazo con la soledad y paradójicamente, la sujeción inevitable al destino, a ese sueño de otro que nos sueña (“nos han tejido de sueños”). También reconoce a la vida como esa incertidumbre en la que el instante por venir apenas es un acto de fe. Ante esa perspectiva, la opción del poeta es jugársela por el instante que acontece para escapar a ese Tiempo que cabalga como peso “inaprensible”, enrostrándonos nuestra única seguridad: la muerte. En últimas, nada se puede contra el instante en el que las sombras afilan sus puñales. Y ante ese terrible oráculo, Vargascarreño es lapidario: “que se preparen tus entrañas”.

La figura del guerrero que se sabe perdido del camino a casa pero que aún conserva sus poderosas armas: “el abrazo amigo y el corazón desnudo”, es retomada en el poemario para expresar el sentimiento de Adriano ante el sacrificio del amigo que ha ofrendado su vida para prolongar la de su amado. Como el guerrero que ha triunfado pero que ahora se siente más cadáver que aquellos a los que ha mutilado y destrozado, vuelve Adriano hacia aquellos lugares de la dicha, anhelando ese rostro, ese cuerpo, esa potencia que propició el deleite de los cuerpos y la conjunción de almas, antaño resguardada en “la enfermedad y el dolor de la belleza”.

Finalmente, el poeta, como observador que no esquiva involucrarse en la vivificante  reconstrucción del mito, trasluce sus más fervientes convicciones: la poesía: “mi religión y mi coraza”, y mi deidad: “un Dios de los Vacíos”. Y sin desconocer que  “la mucha luz también es oscuridad”, retoma a Yourcenar para invitarnos a “entrar a la muerte con los ojos abiertos”.

Para dejarles una muestra de esta potente poesía, les comparto un magnífico poema que nos recuerda la determinación infinita en este universo:


HONDA

Envidias
la libertad del pájaro que pasa
y por un momento quisieras transmutar
tu figura
tus miserias
tus ilusiones
en ese frágil destello de la tarde,
olvidando que el pájaro cumple
con sus inagotables oficios:

provisiones      migraciones     nidadas

y están además sus constantes peligros:
la simple honda
de un chicuelo, por ejemplo.

Envidias
la libertad del pájaro
que por un momento arroba tu esencia.
Mira un poco más alto:

¿Ves cómo la gran honda que es el Universo

nos apunta desde siempre?

El poeta Hernán Vargascarreño

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