Ávido de novedad, serpenteando
la esquiva noche citadina, cautivado por la palabra insomnio, discurro a la
espera del auspicioso lugar donde las voces me asalten con sus bálsamos. Y
aunque casi siempre es la soledad la que logra afianzarse, a veces me adentro
en los resquicios del tiempo para auscultar otro latido, otra marea, otro
silencio. Justamente, hace unos pocos días, la inenarrable noche me concedió el
poemario Tempus (ediciones Exilio,
junio de 2014) de Hernán Vargascarreño, una suerte de retorno al mito amoroso,
quizás el más puro de los que se han cantado. Allí el autor tercia en el
diálogo exquisito y perenne que sostienen el Amigo y el Amado (Antínoo y
Adriano).
Afianzado en la siempre
lúcida Marguerite Yourcenar (quien funge como presencia activa que describe una
ruta) Vargascarreño traza una cartografía para llevarnos por cuatro inagotables
lugares de la memoria: La dicha, El oráculo, El sacrificio y El dolor (que
podríamos parafrasear como el camino, el retorno, el paso y la huella).
Aunque esquivando elaborados
conceptos, el libro es rico en reflexiones que se filtran sutilmente, verso a
verso. Verdad y tiempo son apenas elementalidades que fluyen, nociones leves que buscan reafirmar lo humano,
precisamente en su condición efímera:
“Los dos nos sabemos peregrinos,
débiles criaturas que el universo borrará”.
Para el poeta, la
materialidad es certeza que enaltece (“me
purifico en tu cuerpo”) pero que al mismo tiempo le recuerda su carácter
leve, su forma pasajera, su constante abrazo con la soledad y paradójicamente, la
sujeción inevitable al destino, a ese sueño de otro que nos sueña (“nos han tejido de sueños”). También reconoce
a la vida como esa incertidumbre en la que el instante por venir apenas es un
acto de fe. Ante esa perspectiva, la opción del poeta es jugársela por el
instante que acontece para escapar a ese Tiempo que cabalga como peso
“inaprensible”, enrostrándonos nuestra única seguridad: la muerte. En últimas,
nada se puede contra el instante en el que las sombras afilan sus puñales. Y ante
ese terrible oráculo, Vargascarreño es lapidario: “que se preparen tus entrañas”.
La figura del guerrero
que se sabe perdido del camino a casa pero que aún conserva sus poderosas
armas: “el abrazo amigo y el corazón
desnudo”, es retomada en el poemario para expresar el sentimiento de
Adriano ante el sacrificio del amigo que ha ofrendado su vida para prolongar la
de su amado. Como el guerrero que ha triunfado pero que ahora se siente más
cadáver que aquellos a los que ha mutilado y destrozado, vuelve Adriano hacia aquellos
lugares de la dicha, anhelando ese rostro, ese cuerpo, esa potencia que
propició el deleite de los cuerpos y la conjunción de almas, antaño resguardada
en “la enfermedad y el dolor de la
belleza”.
Finalmente, el poeta,
como observador que no esquiva involucrarse en la vivificante reconstrucción del mito, trasluce sus más
fervientes convicciones: la poesía: “mi religión y mi coraza”, y mi deidad: “un
Dios de los Vacíos”. Y sin desconocer que “la
mucha luz también es oscuridad”, retoma a Yourcenar para invitarnos a “entrar
a la muerte con los ojos abiertos”.
Para dejarles una
muestra de esta potente poesía, les comparto un magnífico poema que nos
recuerda la determinación infinita en este universo:
HONDA
Envidias
la
libertad del pájaro que pasa
y
por un momento quisieras transmutar
tu
figura
tus
miserias
tus
ilusiones
en
ese frágil destello de la tarde,
olvidando
que el pájaro cumple
con
sus inagotables oficios:
provisiones migraciones nidadas
y
están además sus constantes peligros:
la
simple honda
de
un chicuelo, por ejemplo.
Envidias
la
libertad del pájaro
que
por un momento arroba tu esencia.
Mira
un poco más alto:
¿Ves
cómo la gran honda que es el Universo
nos
apunta desde siempre?
El poeta Hernán Vargascarreño
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